lunes, 5 de diciembre de 2022

Let it be

 


Era una tarde de finales de agosto, este verano pasado. Tras un día absolutamente tórrido, uno de esos casi insoportables, al otro lado de mi ventana una suave brisa empezó a hacer oscilar las hojas de los árboles. Menos mal, pensé, a ver si es verdad que esta noche corre un poco el aire. Había cogido la guitarra para practicar un rato y se me ocurrió que podría ser buena idea salir con ella a la calle, donde probablemente haría menos calor que dentro de casa, y buscar un lugar tranquilo en el que tocar sin molestar a nadie.

Metí la guitarra en su funda, me la colgué a la espalda, salí por la puerta y eché a caminar hacia el parque que hay en el centro del barrio. Es un sitio bastante agradable, con un lago alargado en el centro y una pradera de césped con bastantes árboles donde, a esas horas, abundaban los grupos de adolescentes, familias con niños y no pocas parejas. La escena era bastante bucólica. El sol, dejándose caer sobre el horizonte, salpicaba de reflejos dorados la superficie del agua, mientras los patos nadaban ufanos hacia las orillas donde algunos paseantes les lanzaban trocitos de pan. Aquí y allá, sobre la hierba, se veían manteles de colores con gente riendo alrededor, disfrutando de un pequeño picnic mientras los peques se distraían persiguiendo una pelota. Busqué un rincón apartado en la parte más alta de la pradera, la más lejana al lago, me senté en el suelo, a la sombra, y saqué la guitarra. Dentro de la funda llevaba una carpeta con un montón de partituras descargadas de Internet, pero decidí prescindir de ellas por el momento y empecé a tocar el puñado de canciones que me sabía de memoria. Se trataba de temas sencillos, con no demasiados acordes, pues llevaba menos de dos años aprendiendo y mis habilidades no daban -y siguen sin dar- para demasiadas virguerías, casi todo composiciones de grupos españoles de los 80, cuyas letras conocía desde que era un chaval, y también algún clásico en inglés todavía más antiguo. Como no tenía a nadie cerca, mientras no levantara mucho la voz podía cantar tranquilamente sin miedo a fastidiarle el rato a ningún vecino ni tampoco a los pobres patos. Se estaba a gusto allí, qué buena idea había tenido.

Al cabo de poco más de una hora, había consumido casi por completo mi modesto repertorio, pero decidí que aún me daba tiempo a una canción o dos antes de que el sol terminara de ponerse. Dudé por un momento si echar mano de las partituras o bien repetir alguna de las que ya había tocado, cuando me acordé de una de las primeras que había aprendido con el amigo que me da clases de cuando en cuando. Se trataba de Let it be, de los Beatles.

Apenas llegaba al primer estribillo, eso de whisper words of wisdom, cuando sucedió algo inesperado. Por el césped, no muy lejos de donde me encontraba, cruzó caminando un tipo grandote en pantalones cortos, rubicundo, aunque casi calvo, entre los 40 y los 50, hablando en un idioma extraño por el móvil. Usaba auriculares. Al llegar frente a mí se detuvo, se me quedó mirando y, al cabo de unos instantes, se acercó decidido y se sentó a mi lado, pegado a mi izquierda, rodilla con rodilla. Me quedé un poco cortado, no sabía muy bien qué hacer y paré de tocar. ¿Qué querrá este tipo?

Él me sonrió con amabilidad.

-   Play, play -me dijo con su peculiar acento, y eso hice, seguir por donde me había quedado, mientras él terminaba su conversación hablando muy bajito, en susurros. Para cuando llegué al final de la canción, ya se había quitado los auriculares y se dedicaba nada más que a observarme tocar sin dejar de sonreír.

-    Let it be is very good, you play ok. You Spanish? ¿Tú español?

Le contesté que sí en ambos idiomas y me preguntó si tocaba rock&roll. Me excusé diciéndole que estaba aún aprendiendo y que el rock me resultaba aún difícil, que de momento se me daban mejor las canciones un poco más lentas. Su inglés era casi tan básico como el español y yo, hablando en el idioma de Shakespeare, tampoco es que sea un locutor de la BBC, así que la comunicación tenía sus complicaciones, pero entre voz y mímica pudo hacerme entender que era ucraniano, de Kiev, y que antes solía tocar mucho la guitarra, sobre todo rock.

-    Nirvana, you know Nirvana? ¿Tú tocas Nirvana? I liked Nirvana very much, but I can’t play no more, no puedo tocar.

Entonces me enseñó su brazo izquierdo, que hasta ese momento no había visto, ya que me lo ocultaba su cuerpo. Tenía horribles cicatrices, tremendos costurones que empezaban por debajo de la manga de su camiseta y le llegaban hasta la muñeca. Sus músculos parecían recompuestos a trozos. Me mostró que apenas podía mover los dedos ni girar la mano.

-   No guitar any more, ya no guitarra… Pero toca, you play, please, anything, no importa.

Volví a colocar los dedos sobre el mástil y empecé a interpretar lo primero que me salió, dos o tres canciones, ni siquiera soy capaz de recordar cuáles fueron. Me sentía un poco nervioso, en parte por estar tocando delante de un desconocido, algo que nunca había hecho, pero sobre todo por lo que me acababa de decir y lo que sus lesiones me hacían intuir. Ucrania llevaba ya seis meses en guerra a esas alturas. Él, sin embargo, sonreía todo el rato, aparentemente relajado y, entre canción y canción, decía "Tú good, tocas bien, tocas bonito", aunque lo cierto era que me había equivocado varias veces.

-   Music remains, always music -la música perdura, siempre la música.

Al decir esto se le había puesto un tono nostálgico. Seguramente pensaba en tiempos mejores. Me daba muchísimo apuro, pero al final no me pudo aguantar y le pregunté por sus heridas. Él asintió lentamente, frunciendo los labios como si estuviese eligiendo las palabras. Me contó en inglés que era militar y que le habían herido en combate, que le habían traído a España para operarle. Ahí se atascó y buscó ayuda en el móvil. Usando una aplicación de traducción, habló en su idioma y a través del teléfono, con voz de mujer y en castellano, me explicó que estaba haciendo rehabilitación todos los días en un hospital. Le pregunté si pensaba que podría recuperar la suficiente movilidad como para poder volver a tocar y no me entendió bien. Me acercó el móvil y me pidió que repitiera en español. Tras escuchar la traducción, se encogió de hombros mirándose el brazo. 

-    Yo no sé, poquito a poquito. 

Tras unos instantes en los que ambos permanecimos en silencio, pareció volver a animarse y, de nuevo sonriendo, me dijo:

-                            -  Mi hijo, my son, toca pianino.

Tras rebuscar un momento en la galería del móvil, me enseñó un vídeo en el que se veía a un adolescente, en torno a los 16 años, tocando una pieza clásica al piano. Llevaba ropa ligera, veraniega, y se encontraba en plena calle. A su espalda se veían elegantes edificios decimonónicos, parecidos a los que pueden encontrarse en el centro de Madrid y había un tráfico constante tanto de vehículos como de personas. Algunos de los transeúntes que pasaban por detrás se paraban un momento a escuchar, sonriendo apreciativamente, pues el chaval tocaba bastante bien, mientras que una niña rubita de unos diez años bailaba, aplaudía y sonreía a la cámara. 

-                            - This my son, this my daughter, this is Kyiv. Mi hijo, mi hija, en Kiev.

Le pregunté cuánto tiempo hacía que se había grabado ese vídeo y me contestó que era de hacía un año, del verano anterior. La escena desbordaba paz y optimismo a partes iguales, nada que ver con las imágenes de esa misma ciudad que llevábamos meses contemplando en los telediarios. Un año antes, en Ucrania, como en toda Europa, la epidemia del coronavirus parecía empezar a quedar atrás y nadie podía imaginarse que algo mucho peor se les venía encima. Que en esas calles tan animadas y concurridas aparecerían negros socavones y que las aceras se llenarían de cristales rotos, mientras columnas de humo negro cubrirían el cielo un día sí y al otro también. Que la melodía plácida de ese piano se vería sustituida por el lúgubre canto de las sirenas, que ya no se oirían risas de niños, sino llantos y voces nerviosas, pasos apresurados y explosiones lejanas. O no tan lejanas.

Cuando el vídeo se terminó, se quedó mirando un momento la pantalla congelada, pensando quizá en eso mismo que yo pensaba, sólo que él no tendría que recurrir a las escenas vistas en televisión o en Internet para alimentar su imaginación. Él había estado allí y en sitios todavía peores. Había visto todo eso e incluso había experimentado el zarpazo de la metralla en su propia carne. Se le había deshecho la sonrisa. De repente ya no parecía relajado ni contento, sino triste, aunque eso sólo se percibía en su mirada, perdida en el lugar por el que había desaparecido el sol hacía ya unos minutos.

Casi me daba miedo hacerlo, pero, queriendo agarrarme a la esperanza, le pregunté si su familia estaba con él aquí, en España, quizá esperándole cerca. Él negó suavemente con la cabeza.

-                             - Ellos no aquí. En Kiev.

Ya no tuve valor para preguntarle nada más. ¿Qué podía decirle? Intenté imaginarme en su lugar, que fueran mis hijas las que estuvieran lejos, en una ciudad que había sido mi hogar y que ahora era zona de guerra, una en la que casi todos los días caía algún misil, y algunos días bastantes. Se me hizo un nudo en la garganta. Los dos nos quedamos callados 

Para entonces era ya casi de noche, así que empecé a guardar la guitarra en su funda. Él se levantó y volvió a sonreírme de forma amistosa. Ya no me parecía un desconocido, aunque en ese momento reparé en que no sabía su nombre. Se lo pregunté y él me lo dijo. Era un nombre bastante corriente en los países del este de Europa, un nombre que podría llevar lo mismo un ruso que un ucraniano. Le dije el mío, le estreché la mano y le deseé suerte. 

-                          -  Good luck. 

Él sonrió aún más, se despidió y echó a caminar hacia la salida del parque. Unos pasos más allá, se detuvo y, alzando el puño, exclamó: 

-                              - Music, respect!

Después de eso se marchó. Yo me quedé aún un par de minutos sentado donde estaba, profundamente conmovido, dando gracias por vivir, de momento, lejos de guerras y hambrunas, de que mis hijas pudiesen seguir cursando sus estudios, saliendo con sus amigos y pidiéndome dinero para sus cosas sin más preocupaciones que las normales a su edad, sin saber lo que es el miedo ni tampoco la incertidumbre. Por poder hacer algo tan simple como tocar la guitarra en un parque sin sentir amenaza alguna, por poder volver a casa caminando sin apresurarme, sin tener que mirar al cielo con aprensión.

Estos días veo en las noticias y leo en el periódico que la guerra sigue y sigue, que, después de unos meses de relativa calma en la capital, los proyectiles han vuelto a caer sobre Kiev, mientras que en el sur y el este de Ucrania no se ha parado de combatir ni un solo día. Que en buena parte del país están sin electricidad y sin gas, que las temperaturas caen en picado y escasea la comida. Y siempre me acuerdo de él, de mi fugaz amigo al que no he vuelto a ver nunca más, y deseo que su familia esté bien y que haya podido, quizá, volver a reunirse con ellos o esté cerca de hacerlo. En que su hijo vuelva a tocar el piano, su hija a bailar y a reír, y que él, algún día, vuelva a poder tocar canciones de Nirvana con su guitarra.

There will be an answer, 

let it be, 

let it be.

jueves, 15 de septiembre de 2022

La chica de los patines




            “Esto le pasó a mi mejor amiga, ya sé que suena a fantasía, pero yo la creo…”

“Me lo contó un taxista camino del aeropuerto. De verdad, me puso la piel de gallina…”

“Dicen que la ha visto mucha gente, en distintas ciudades…”

“Yo no creo en estas cosas, pero mi primo es policía municipal y me dice que sí, que él sabe de varios incidentes y que hay más de un testigo…”

 

Siempre me he preguntado cómo surgen eso que llaman leyendas urbanas. El autobús que nunca llegó a su última parada, los fantasmas del Museo Reina Sofía, la estación maldita del Metro de Barcelona, la de Verónica y el espejo… Cuando era una adolescente, nos las contábamos entre amigos, unos a otros, con un vaso de cerveza en la mano en casa de alguien cuyos padres se habían ido de fin de semana. Unas daban risa, otras eran más bien asquerosas, pero las preferidas de todos eran aquellas que tenían un componente sobrenatural, historias llenas de misterio, truculentas a veces, siempre intrigantes y a menudo estremecedoras. De todas ellas, las mejores eran aquellas que supuestamente le habían sucedido a un pariente de un amigo de un antiguo compañero del colegio o algo por el estilo, aquellas que pretendidamente habían ocurrido de verdad o habían sido presenciadas por alguien real a quien indirectamente se conocía. Mi preferida siempre fue la de la joven de la curva, una de las más famosas, en parte porque era algo que en teoría te podía pasar a ti si acertabas a pasar en coche, de noche, por una carretera que nadie sabía exactamente cuál era y que por tanto podía estar en cualquier parte, y te parabas a recoger a una inocente autoestopista, y en parte también porque, para variar, la protagonista del relato no intentaba asesinarte ni provocar una desgracia, sino todo lo contrario: lo que pretendía era evitar que te mataras como le había pasado a ella.

A la luz del día y sin la ayuda del alcohol, todas esas fábulas perdían fuerza y te asombrabas de haberlas creído, aunque sólo fuera por un instante. Qué tontería, ¿no? Cocodrilos en las alcantarillas, fantasmas en hospitales abandonados. Sin embargo, yo al menos no podía dejar de preguntarme de dónde salían, quién se las había inventado por primera vez, si a lo mejor, por qué no, podría haber algo de verdad en al menos parte de ellas, quizá un suceso verídico transformado hasta hacerlo irreconocible de tanto ir pasando de boca en boca.

Ahora esas historias se comparten en grupos de whatsapp o se debaten en foros de Internet en interminables cadenas de mensajes, que sólo alguien muy aburrido o con muy pocas cosas que hacer se animaría a leer. Ésa era yo, hará cuestión de seis o siete meses, después de un año largo parada tras haber perdido mi último trabajo por culpa del covid y de que mi pareja me dejase por otra de la noche a la mañana. Cada vez veía menos a mis amigos y no quería saber nada de mi familia. Me decía a mí misma que no estaba deprimida, pero lo estaba, que no necesitaba ayuda cuando lo cierto era que me hacía muchísima falta, que precisaba que alguien me diera un empujón, uno muy fuerte, para salir del pozo oscuro por cuyas paredes iba resbalando poco a poco, cada vez con menos ganas de sujetarme para no seguir descendiendo, carente de motivación y de autoestima y jugando, lo reconozco, con la idea de que, posiblemente, no mereciera mucho la pena seguir viviendo.

Fue en una de esas noches de tedio, miseria y autocompasión cuando, navegando sin rumbo por la pantalla del móvil, de enlace en enlace en busca de algo que despertara mi interés y me hiciera dejar de pensar, por lo menos durante un rato, en mi patético ser y en mi patética existencia, me topé con un hilo dedicado a ella. La chica de los patines, la llamaban. Una veinteañera a la que varias personas decían haber visto, en distintos lugares de España e incluso en el extranjero, interviniendo en accidentes o en situaciones de riesgo para salvar milagrosamente a alguien gracias a la velocidad y la habilidad con la que manejaba sus patines, que le servían también para abandonar la escena del suceso de forma tan súbita como había aparecido. Como si nunca hubiese estado allí.

“Fue mi madre quien la vio”, comenzaba uno de aquellos mensajes. “Le había llevado al niño de camino al trabajo, muy temprano, como todos los días, para que lo dejara en la guardería un par de horas más tarde, después de que desayunara. Vivimos en Lavapiés, un barrio que, como todo el mundo sabe, está lleno de calles empinadas, qué le vamos a hacer. Mi madre bajaba por una de ellas sujetando el carrito cuando simplemente se tropezó, ella dice que por culpa de una baldosa suelta en la acera. Al sentir que se caía, no pudo evitar soltar el carrito, que se fue cuesta abajo, disparado hacia la avenida. Mi madre gritó pidiendo socorro desde el suelo, pero nadie estaba lo bastante cerca como para detener el carrito, que se encaminaba directo hacia el siguiente cruce, por donde no paraban de pasar coches. Sólo de imaginarlo me pongo mala… El carrito saltó de la acera a la calzada, se escuchó un claxon o varios, no lo sé, transeúntes gritando y, de repente, apareció esa chica cruzando la calle con sus patines como una exhalación -mi madre dice que no entiende cómo no la atropellaron a ella-, sujetó el carrito y lo sacó de delante de un camión de reparto que, incapaz de frenar a tiempo, estaba a punto de pasarle por encima.”

“A mi madre la tuvieron que ayudar a levantarse, se había despellejado las manos y las rodillas, la pobre, y en torno al carrito se empezó a arremolinar la gente que pasaba y también varios conductores, incluido el del camión, que por lo visto se había quedado blanco como una pared. El niño se despertó con el jaleo y se puso a llorar, no se había enterado de nada hasta ese momento. Cuando mi madre, cojeando y sujeta del brazo de la dueña de una floristería, llegó hasta la esquina, cogió al niño en brazos para calmarlo y tranquilizarse ella de paso, porque estaba como para que le diera un ataque. Preguntó entonces por la patinadora que había salvado a su nieto, quería darle las gracias, pero nadie supo contestarle. El camionero dijo que sólo había visto el carrito, que todo había pasado muy deprisa y que no recordaba a ninguna patinadora, pero mi madre está muy segura de lo que vio y no es tan mayor como para inventarse cosas. Esa chica, sea quien sea, le salvó la vida a mi hijo y le estaré eternamente agradecida…”

Había docenas de comentarios, la mayoría alabando a la chica, algunos dudando de su existencia y un par de ellos, los típicos trolls, burlándose de la señora y del resto de usuarios que se creían la historia. No le habría dado más importancia al asunto de no ser porque, al final del hilo, aparecían enlaces a otros posts semejantes que también hacían referencia a la misteriosa patinadora y a cómo había evitado, in extremis, que varias situaciones dramáticas tuviesen un desenlace fatal.

Una de ellas era parecida a la que ya había leído. Un niño jugando en la acera con una peonza que se le va a la carretera y sale detrás de ella, sin que a sus padres les diera tiempo a otra cosa que a gritarle para que se detuviera. Una chica aparece patinando y evita lo que parece un atropello seguro.

Otra hablaba de un repartidor de un restaurante chino que se disponía a cruzar una intersección, cuando aparece un coche a todo trapo, perseguido por la policía, y se salta el semáforo en rojo. Una chica patinando y que sale aparentemente de la nada se lanza sobre él desde un lateral y, sujetando el manillar de la moto, le hace girar lo justo como para esquivar el choque por cuestión de centímetros. El repartidor frena asustado y consigue detener la moto sin caerse. Se da un momento la vuelta para asegurarse de que no ha perdido la carga que llevaba en el transportín y, cuando vuelve la cabeza, la chica ha desaparecido.

En otro caso un operario está cambiando el aparato de aire acondicionado en una casa, un sexto o un séptimo piso, y al retirar el antiguo, por culpa de un ataque de tos y de su propia torpeza, se le acaba cayendo. En ese mismo instante sale un hombre del portal y se coloca, sin saberlo, justo bajo el armatoste de más de 30 kilos que se precipita directo hacia su cabeza. El operario es quien cuenta que por la acera viene una chica patinando muy, muy deprisa, medio agachada, agarra al hombre por la cintura y lo aparta en el ultimísimo instante mientras el aparato del aire se destroza contra la acera. El operario cierra los ojos un momento dándole gracias a todos los santos y, cuando vuelve a mirar, ya sólo ve al hombre a quien ha estado a punto de matar, mirando hacia arriba con cara de no entender nada. Cuando baja para preguntarle si está bien y disculparse por lo sucedido, el hombre le dice que no sabe bien qué ha pasado y que no ha visto a ninguna patinadora.

Y otro relato, y otro, y otro…

Todos coincidían en la rapidez con la que había sucedido el incidente en cuestión, en lo vertiginoso de la intervención y posterior desaparición de la patinadora y en la convicción, por parte de quien narraba lo sucedido, de que de no ser por ella alguien habría muerto o resultado gravemente herido delante de sus ojos. Algunas de estas historias iban acompañadas de fotos, pero en ellas sólo aparecía el lugar o quizá alguna de las personas que habían presenciado el asunto, nunca la patinadora, en cuya descripción no todo el mundo coincidía. A veces era morena, otras rubia, era alta o era baja, vestía de blanco o toda de negro, llevaba casco y rodilleras o no llevaba nada de eso, y por lo visto nadie había tenido ocasión de fijarse en su rostro.

Con una única excepción.

Ese mensaje en concreto me llamó tanto la atención como para sacarme de mi estado de postración y hacerme intentar contactar con el usuario que lo había escrito, un tal angel28. Se me ocurrió que podría no ser la primera que lo probaba y que quizá esta persona estaría ya harta de recibir preguntas o comentarios de curiosos como yo, así que decidí hacerme pasar por periodista de un diario digital, explicando que me habían encargado un artículo sobre la famosa chica de los patines. Para darle un poco de pena, le dije que estaba empezando, que tenía un contrato temporal a punto de terminarse y que necesitaba que me publicaran el artículo sí o sí para que me lo renovaran, pues en caso contrario iría a parar seguramente a la cola del paro antes de que acabara el mes. Si supiera el tiempo que llevaba ya en ella…

La treta funcionó, o puede que fueran simplemente sus ganas de contarle a alguien lo que le había sucedido y que le creyeran, no lo sé seguro. El caso es que angel28 me contestó, intercambiamos varios mensajes más y acabamos concertando una cita en una cafetería del centro.

Con el fin de que no me cazara en mi mentira, busqué y me aprendí los nombres del director y de varios de los redactores del medio al que decía pertenecer, los más conocidos y, por si acaso, me hice una tarjeta con el logotipo del periódico y mi fotografía que esperaba no examinase con demasiada atención. El nombre no me atreví a cambiármelo, no fuera que le diera por pedirme el DNI. Por una vez resultaría afortunado el tener un nombre y unos apellidos tan corrientes, pues si se le ocurría buscarme en Internet le saldrían cientos de resultados, algunos de ellos relacionados por puro azar con el mundo del periodismo. Como no era cuestión de ir en chándal como cuando bajaba a hacer la compra al supermercado, me probé todo cuando encontré en el armario que encajase con mi imagen de un periodista, pero los largos meses de aislamiento, inactividad y comida basura se habían cobrado su precio. No me entraba mi traje de chaqueta y tampoco la falda con la que había acudido a mi última entrevista, y no hacía tiempo como para ponerme uno de mis vestidos holgados de primavera. Tendría que apañarme con unos vaqueros que no me habría puesto más que un par de veces, pero que ahora apenas podía abrocharme, un jersey suelto que me tapara un poco los michelines y un chaleco de plumas que no me quedaba demasiado mal. Llené una libreta con notas acerca de la patinadora y los hechos en los que presuntamente se había visto envuelta con el único objetivo de ponerla encima de la mesa y que él la viera. Me duché, hice lo que pude con mi pelo y me maquillé sólo para desmaquillarme después. El rostro que veía en el espejo no era el de la joven resuelta y moderadamente atractiva que había sido no tanto atrás, pero seguía estando mejor sin demasiados retoques. Cuando quedaba apenas media hora para la que habíamos acordado, me armé de valor, bajé a la calle y me metí en el Metro.

No me costó reconocerlo, era tal y como se había descrito a sí mismo en su último mensaje: grandullón, con el pelo rapado casi al cero y unas gafas sin montura que le daban un aspecto apacible en lugar de amenazador. Por si eso no fuera suficiente para identificarlo, venía derecho del trabajo, con su uniforme de enfermero del SAMUR.

- ¿Eres Fabián?

- El mismo -respondió levantándose y ofreciéndome la mano-. Y tú eres Rosa.

- La misma -dije esbozando la sonrisa más seductora de la que me consideraba capaz. Por la forma en que me la devolvió no debió salirme del todo mal.

Hablamos de cosas sin trascendencia mientras el camarero nos traía los cafés que habíamos pedido, pero apenas terminó de darle vueltas al azúcar que había echado en el suyo -yo opté por la sacarina- decidí ir directa al grano.

- Entonces… Pudiste verle la cara, ¿es así?

- Sí, es así. Ya lo sabes por mi historia.

- La he leído varias veces, pero aun así preferiría que me la volvieses a contar ahora, con tantos detalles como recuerdes. ¿Te importa si te grabo con el móvil? Audio nada más.

- No, claro, graba lo que quieras.

- También tomaré notas.

- Vale, vale, lo que necesites -respondió confiado. Haciendo innecesarias mis precauciones, ni me había pedido acreditación alguna ni parecía demasiado interesado en el contenido de mi libreta. Era una de esas buenas personas que tiende a creer, por su propia naturaleza, que los demás también lo son. Me cayó bien de inmediato.

- Pues adelante con ello.

- A ver, empiezo… Era media mañana, sobre las once y media. Habíamos parado la ambulancia delante de un bar, cerca de Embajadores, para tomarnos un pincho y un refresco, lo normal cada día si no nos lo estropeaba una emergencia, pero nos estábamos marchando ya. Yo acababa de sentarme en mi sitio, el del medio, y con una mano le estaba sujetando la coca cola a Andrés, el conductor, y con la otra la botella de agua a Noelia, la doctora, mientras ambos se subían, cada uno por una puerta, cuando de improviso apareció ella…

- ¿La patinadora?

- Sí. Se plantó delante de la ambulancia con gesto muy serio y dio varios golpes con la mano en el parabrisas, mientras pedía que la siguiéramos. Parecía… como muy preocupada, lo que fuera tenía que ser muy urgente. Le metí prisa a mis compañeros. “¿Qué quería esa?” preguntó Andrés. La chica iba patinando por mitad de la calzada y estaba ya al fondo de la calle, a punto de doblar la esquina. “Que la sigamos, ¡venga, venga, dale caña!”

“Del acelerón que pegó mi compañero, a mí se me cayó encima su lata con lo que le quedaba de coca cola, menos mal que no era mucho. Tuve más suerte con el agua de la doctora porque tenía puesto el tapón. Total, que pusimos la sirena y salimos tras ella a toda mecha, mientras yo informaba por radio a la central. Resultó que no tenían conocimiento de ningún aviso en las proximidades. Era todo un poco raro, pero no nos planteamos parar. “Podía haber dicho al menos de que se trata”, dijo Noelia, “así al menos sabría qué tengo que preparar”.

“¡Como corre la condenada!” exclamó Andrés, y era verdad. No sé a qué velocidad patinan los profesionales, los de las olimpiadas, pero esa chica debía ser capaz de ganarles a todos. Iba realmente deprisa, no tanto como la ambulancia, claro, pero tomaba las curvas con tanta agilidad que volvía a tomarnos ventaja, porque Andrés tenía que frenar un poco para no estamparnos. A veces atajaba por la acera y, al volver a saltar el bordillo, por un momento parecía que volara. Pensarás que estoy exagerando…”

- No, en absoluto. Continúa, por favor.

- Pues eso, que era increíble verla patinar… El trayecto no debió durar más de dos minutos, pero es como si se me hubiese quedado grabado a cámara lenta. Al final desembocó en Atocha, haciéndonos gestos con la mano para que nos apresurásemos, y volvió a subir a la acera justo delante de la estación. Como es habitual, había un montón de gente por allí, pero en un primer momento no vimos ninguna señal de que estuviese pasando algo.

- ¿Qué quieres decir?

- Cuando a alguien le sucede algo malo en una zona tan concurrida, un segundo más tarde tienes un corrillo alrededor. Somos así de cotillas. Otra cosa es que alguien haga algo o que ese alguien sepa lo que está haciendo… Bueno, a lo que iba, que allí no había corrillo ni aglomeración alguna y los únicos que estábamos llamando la atención éramos nosotros. Entonces volví a verla, parada junto al muro de ladrillo que rodea la estación, señalando a un señor de mediana edad que venía arrastrando una maleta. Yo lo miré, el señor se volvió y me miró a mí, o eso me pareció, y en ese preciso instante se llevó la mano al pecho y cayó fulminado al suelo. Noelia se bajó de la ambulancia y fue corriendo hacia él y yo la seguí con la mochila con todo el material. “Parece un infarto”, me dijo ella mientras empezaba a auscultar al paciente, y no se equivocaba. Nos pusimos a trabajar los dos y durante un rato me olvidé de la chica de los patines, tan ocupado como estaba. Noelia logró recuperar al hombre y estabilizarlo, y entre Andrés y yo lo subimos a la camilla y de ahí a la ambulancia. Sólo entonces me acordé de ella y le pregunté a mi compañero, que se quedó perplejo. “Ni idea”, me contestó, “la perdí de vista mientras llamaba al hospital por la radio, creí que estaba con vosotros.”

“No sé, debió escabullirse mientras estábamos atendiendo a aquel hombre. Noelia me dijo que el infarto había sido fulminante, uno de esos que no superas salvo que estés ya ingresado en un hospital o, como en este caso, tengas una UVI móvil a pocos pasos de ti.”

- No lo entiendo. ¿Cómo pudo esa chica saber que, a varias calles de distancia, alguien estaba a punto de sufrir un infarto?

- Eso mismo nos preguntamos nosotros tres, es absolutamente inexplicable. Yo quería hablar de ello, no sé, contárselo a la prensa. Si no nos hubiera avisado y guiado ella, ese hombre habría muerto con total seguridad tirado sobre la acera, pero Andrés y Noelia no pensaban lo mismo, sobre todo la doctora, que es tirando a seria. Decía que nos tomarían por locos o que simplemente no nos creerían, que mejor que esa parte de la historia quedase entre nosotros. Yo acepté de momento pero no pude quedarme tranquilo. Empecé a buscar en Internet y encontré todos esos posts hablando de esa patinadora misteriosa, y finalmente decidí escribir lo mío más por desahogarme que por otra cosa, hasta que recibí tu correo. ¿Has descubierto tú algo más de ella? Para tu artículo, quiero decir.

- Estoy aún recabando información, pero cuando se publique serás el primero en saberlo. ¿Te parece bien que ponga tu nombre?

- Supongo que sí, pero ahora que lo dices… ¿Podrías enviarme un borrador, al menos de lo que tenga que ver conmigo y con mis compañeros, y te digo?

- Me parece correcto. Por cierto, no me has dicho aún cómo era.

- ¿Físicamente, quieres decir?

- Sí, eso.

- Pues más bien menudita, o sea, de baja estatura, pero con cuerpo de atleta. Llevaba unas mallas ajustadas y se le notaban los músculos de las piernas. No creo que tuviera ni un gramo de grasa.

- ¿Y la cara? Porque me dijiste que le habías visto la cara.

- Sí, sí, al principio, cuando se puso a golpear el parabrisas para llamar nuestra atención.

- ¿Y?

- Era bastante guapa, pelo largo muy negro, recogido en una trenza. Los pómulos bien marcados, ojos muy oscuros, algo almendrados, y los dientes muy, muy blancos. Ahora que lo pienso, debía tener una sonrisa preciosa, pero claro, no la vi sonreír.

 

Tras aquella cita con Fabián, el enfermero, me obsesioné por completo con esa chica. Me empeñé en descubrir de quién se trataba, cómo y por qué hacía lo que hacía, saber cuáles eran sus motivaciones, dónde había aprendido a patinar de esa forma, cómo podía anticiparse de semejante manera a cosas que no habían ocurrido todavía. Era como una especie de superheroína, pensé yo, sin querer reconocer que lo que más me habría gustado es ser como ella, ayudar a la gente, hacer el bien, y sí, por qué no, ser tan guapa y atlética como la había descrito Fabián. En realidad, me habría conformado con ser alguien completamente diferente de quien era en realidad.

Tal y como había hecho el propio Fabián, me dejé las pestañas buscando y buscando aún más en Internet, tanto en los sitios de prensa como en otros mucho menos fiables, recabando noticias y reseñas, descartando las más inverosímiles o absurdas, resaltando aquellas que aparecían en más de una fuente, emocionándome cada vez que daba con una pista nueva, por leve que fuera, y tirándome de los pelos ante cada nuevo “copia y pega” que me encontraba, las mismas historias repetidas en otros tantos blog personales, a veces incluso con las mismas faltas de ortografía. Llené varios cuadernos de notas y no sé cuántos archivos en mi ordenador, recabé fotografías y llené de chinchetas un mapa en la pared con las que iba marcando las distintas apariciones en busca de un patrón, como en las películas, tratando de delimitar un lugar geográfico en el que fuera más fácil dar con ella, pero cuanto más me esforzaba más me descorazonaba. Había mucha más basura que información útil, demasiada gente aburrida, como yo misma, que vivía nada más que para incrementar el número de visitas de sus páginas personales o los “me gusta” de sus cuentas en las distintas plataformas y redes sociales. A quién quería engañar. No era periodista ni policía ni investigadora, era imposible conseguir lo que me proponía nada más que buscando como una loca en Internet. Lo que por un tiempo me sirvió para sacarme de mi parálisis y darme algo interesante que hacer, acabó convirtiéndose en una nueva decepción, además de un motivo más para encerrarme y no ver prácticamente a nadie, para seguir sin comunicarme con mi familia o con los pocos amigos con los que aún tenía algún trato. El buenazo de Fabián me escribió unas cuantas veces preguntando por el artículo. Al principio le contesté con evasivas, pero después acabé bloqueándole. Otro solitario como yo, me dije a mí misma, sólo que uno con un buen trabajo, probablemente vocacional, y por tanto con un sentido que darle a su vida. Y quizá ni siquiera fuera un solitario después de todo. Bien podía ser que no le faltaran amigos a los que llamar o con los que salir a tomar algo, y que si también él se había dejado ofuscar, durante un tiempo, con la historia de la patinadora, era por haberla vivido en persona, no como yo, que necesitaba de experiencias ajenas para tener algo por lo que levantarme de la cama.

Cuando se me acabó el paro y empezó a esfumarse lo poco que había sacado vendiendo mi coche, cuando me enfrenté a la posibilidad real de verme en la calle, debajo de un puente, llegué a lo más hondo de ese, mi pozo oscuro. Fui al médico a ver si me recetaba algún tipo de pastilla, pero lo que hizo fue recomendarme acudir a un psicólogo y hacer algo más de actividad física al aire libre. Seguramente lo dijo con buena intención, pero yo me lo tomé como un insulto y salí de la consulta toda ofendida. Acepté su consejo, no obstante, en lo referente a pedir ver a un psicólogo. No perdía nada por ello, me dije, pero me dieron cita para varios meses más tarde. Sinceramente, no pensaba durar tanto. Todo iba a peor y a peor. Por falta de pago me cortaron la fibra y me quedé sin línea de móvil. No tenía más acceso a Internet que el que me proporcionaba la wi-fi de algunos lugares públicos, en los que tampoco me gustaba permanecer porque sentía que todo el mundo me miraba, mientras que de los restaurantes y cafeterías me acababan echando por mis malas pintas y por pasarme demasiado tiempo sin consumir nada. Se acabó lo de pasar las horas navegando por las redes, ya ni siquiera me quedaba eso. Encerrada casi todo el tiempo entre cuatro paredes, tumbada en la cama o en el sofá, esperando a que en cualquier momento me cortaran también la luz o viniesen a desahuciarme por haber dejado de pagar la hipoteca, lo que sucediera primero, empecé a llegar a la conclusión de que no quería seguir viviendo así. Mejor dicho, que no quería seguir viviendo. Punto.

 

Mentiría si dijera que ya estaba decidida, o que sería capaz de hacerlo si me decidiera. Probablemente soy demasiado cobarde. Aclaro esto para que nadie piense que aquella noche, o más bien madrugada, cuando crucé el Paseo de Recoletos sin mirar, lejos de un paso de cebra y con los semáforos en verde para los coches, estaba intentando suicidarme. Sencillamente iba despistada, sin pensar por dónde iba, desorientada y confusa después de semanas durmiendo mal, agotada tras deambular por medio Madrid durante horas sin haber tomado nada desde el desayuno, porque para un día que me había atrevido a alejarme de casa no quería ya volver a ella. Allí sólo me esperaba yo misma.

No sé qué fue lo primero, si el bocinazo del claxon, el chillido de los frenos o el golpe que noté en las costillas cuando ella me empujó y que me dejó completamente sin respiración. No la vi venir, ya digo que iba completamente ensimismada, sólo la sentí. De verdad, no sé cómo lo hizo. En esos días yo debía pesar mis buenos ochenta kilos, había llegado a más pero ya había empezado a adelgazar a costa de saltarme comidas por falta de disponible. Ella no aparentaba pesar más de cincuenta, y aunque se la veía muy ágil no parecía extremadamente fuerte, pero aun así me desplazó por lo menos diez metros hasta la mediana central. El coche, en lugar de detenerse, se marchó pegando un acelerón. Estoy casi segura de que el conductor me gritó algo obsceno por la ventanilla.

Caí de espaldas, boqueando como un pez al que acaban de sacar del agua. Mi mente trataba de entender qué había pasado, qué estaba pasando todavía. Sentí sus manos sujetándome por las axilas para ayudarme a incorporarme y dejarme sentada en el suelo. Enseguida volvió a entrarme el aire en los pulmones.

- ¿Te encuentras bien?

- Me parece que sí, creo que no me he roto nada…

Primero me fijé en su cara. En los mechones rebeldes que, escapándose de su melena negra y ondulada, sujeta con una bandana, le caían sobre su frente blanca. En sus grandes ojos azabaches sobre los que se reflejaba, parpadeando, la luz de un semáforo en ámbar. En su naricita perfecta, en su sonrisa inmaculada, porque sí, me sonreía, y me acordé tontamente de Fabián y pensé en la envidia que sentiría si alguna vez se lo contaba. Mi mirada descendió después por su camiseta oscura, con flecos recortados a mano, con el nombre de la canción más famosa de John Lennon; por las ajustadas mallas blancas, totalmente inmaculadas y que, efectivamente, moldeaban unas piernas de deportista de élite. Finalmente observé sus patines, blancos y de un modelo un poco anticuado, de esos de cuatro ruedas, pero tan brillantes, sin un solo rozón, que parecía que acabasen de salir de la tienda.

- Eres tú, la chica de los patines.

- ¿Puedes ponerte de pie?

- Sí, eso creo, si me ayudas…

Así lo hizo. Con los patines puestos era de mi misma estatura. Sólo abultaba la mitad.

- Y caminar, ¿puedes?

- También, sí -contesté un poco más segura, con la cabeza cada vez más despejada y sin sentir, de momento, molestia corporal alguna. Los moratones saldrían después, y vaya si habría de notarlos, semanas me durarían, pero entonces, a lo mejor a causa del shock, todavía no me dolía nada. Tan sólo podía mirarla, completamente fascinada, y seguramente sonriendo yo también, aunque en mi caso lo haría no como un ángel recién surgido del Cielo, sino más bien como una completa boba.

- Entonces me marcho. Procura tener más cuidado, ¿vale, Rosa?

- Sí, por supuesto -tampoco reparé en ese instante en que esa completa desconocida acababa de llamarme por mi nombre. Lo que no quería era que se fuera, no al menos sin contestarme a algunas preguntas. Necesitaba saber.

Intenté sujetarla por el brazo para retenerla, pero no pude. Sentí una especie de calambrazo, nada molesto, en realidad casi diría que fue agradable, pero lo suficientemente intenso como para hacerme apartar instintivamente la mano. De algún modo supe que nadie podría tocarla sin que ella lo quisiera. La chica no pareció percatarse, solamente me miraba con una mezcla de simpatía y ternura que me conmovió hasta lo más profundo.

- ¿Quién eres? -acerté a balbucear.

- Nadie importante -contestó encogiéndose de hombros y sin perder la sonrisa.

- Sí que eres importante. Me acabas de salvar, y también has salvado a otras personas. ¿Por qué lo haces?

Esta vez no respondió enseguida. Su mirada pareció desenfocarse durante apenas un segundo, como si reflexionara, como si quisiera meditar bien la respuesta antes de dármela.

- Porque amo la vida -dijo al fin-. Y tú también deberías.

Dicho esto, se dio la vuelta, saltó al asfalto y se alejó patinando en zig-zag, cada vez a mayor velocidad, por la calzada momentáneamente vacía.

- ¡Dime al menos cómo te llamas! -grité mientras sacaba el móvil, sin conexión a Internet ni posibilidad de llamar a ningún número que no fuera el 112, pero aún, milagrosamente, con algo de batería. Le hice una foto, una sola, justo en el instante en el que volvía la cabeza para contestarme.

Cuando luego en casa quise ver esa foto, lo único que encontré en ella fue la gran avenida, la calzada con sus rayas blancas separando los carriles, los árboles, las farolas, los semáforos, las luces de varios coches lejanos y, al fondo, un tanto desenfocada, la Plaza de Colón. De mi salvadora, y lo era en más de un sentido, ni rastro.

Escribo esto dos meses, una semana y dos días más tarde, a petición de mi psicóloga, sin intención de publicarlo ni mostrarlo en ningún sitio, aunque me siento tentada de enviárselo al enfermero, a Fabián, junto con mis disculpas por haberle engañado y haberme portado tan mal. Quién sabe, me cayó tan bien… La psicóloga dice que estoy progresando mucho, que no parezco la misma, y es verdad. A la mañana siguiente del incidente me decidí por fin a salir de mi marasmo y a pedir ayuda, usando de nuevo una wi-fi pública no para seguir fisgoneando en Internet sobre la chica de los patines, algo que me he prometido no volver a hacer, sino para contactar por whatsapp con un par de amigas y con mi hermano mayor. Su respuesta, el alivio que demostraron al saber de mí, la preocupación al contarles cómo estaba, la rapidez con la que acudieron a mi lado, todo ello me demostró que no estaba tan sola como creía, que mi falta de afecto era sólo aparente y en el fondo culpa mía, pero tenía arreglo, como lo tenía todo lo demás. Día a día, desde entonces, he ido recuperando la autoestima y mi empatía hacia los demás. He empezado a amar otra vez la vida, tal y como ella me aconsejó.

- ¿Y qué te respondió? -me preguntó la psicóloga con curiosidad la primera vez que le conté mi historia. Todavía no me ha dicho si me cree -. ¿Te dijo la patinadora cuál era su nombre?

- No podría asegurarlo. Le vi mover los labios a la luz de la farola bajo la que pasaba, un instante antes de intentar hacerle la foto, ésa en la que no salió. Ya estaba lejos y apenas pude escucharla. Me he acordado muchas veces de ese momento y me lo he preguntado a mí misma. ¿Qué oíste? ¿Cómo dijo que se llamaba? Y sigo sin estar segura.

- ¿Pero tú que crees?

- Creo que dijo “Remy”.

 

FIN 


Dedicado a ti, aunque nunca te conocí.