lunes, 5 de diciembre de 2022

Let it be

 


Era una tarde de finales de agosto, este verano pasado. Tras un día absolutamente tórrido, uno de esos casi insoportables, al otro lado de mi ventana una suave brisa empezó a hacer oscilar las hojas de los árboles. Menos mal, pensé, a ver si es verdad que esta noche corre un poco el aire. Había cogido la guitarra para practicar un rato y se me ocurrió que podría ser buena idea salir con ella a la calle, donde probablemente haría menos calor que dentro de casa, y buscar un lugar tranquilo en el que tocar sin molestar a nadie.

Metí la guitarra en su funda, me la colgué a la espalda, salí por la puerta y eché a caminar hacia el parque que hay en el centro del barrio. Es un sitio bastante agradable, con un lago alargado en el centro y una pradera de césped con bastantes árboles donde, a esas horas, abundaban los grupos de adolescentes, familias con niños y no pocas parejas. La escena era bastante bucólica. El sol, dejándose caer sobre el horizonte, salpicaba de reflejos dorados la superficie del agua, mientras los patos nadaban ufanos hacia las orillas donde algunos paseantes les lanzaban trocitos de pan. Aquí y allá, sobre la hierba, se veían manteles de colores con gente riendo alrededor, disfrutando de un pequeño picnic mientras los peques se distraían persiguiendo una pelota. Busqué un rincón apartado en la parte más alta de la pradera, la más lejana al lago, me senté en el suelo, a la sombra, y saqué la guitarra. Dentro de la funda llevaba una carpeta con un montón de partituras descargadas de Internet, pero decidí prescindir de ellas por el momento y empecé a tocar el puñado de canciones que me sabía de memoria. Se trataba de temas sencillos, con no demasiados acordes, pues llevaba menos de dos años aprendiendo y mis habilidades no daban -y siguen sin dar- para demasiadas virguerías, casi todo composiciones de grupos españoles de los 80, cuyas letras conocía desde que era un chaval, y también algún clásico en inglés todavía más antiguo. Como no tenía a nadie cerca, mientras no levantara mucho la voz podía cantar tranquilamente sin miedo a fastidiarle el rato a ningún vecino ni tampoco a los pobres patos. Se estaba a gusto allí, qué buena idea había tenido.

Al cabo de poco más de una hora, había consumido casi por completo mi modesto repertorio, pero decidí que aún me daba tiempo a una canción o dos antes de que el sol terminara de ponerse. Dudé por un momento si echar mano de las partituras o bien repetir alguna de las que ya había tocado, cuando me acordé de una de las primeras que había aprendido con el amigo que me da clases de cuando en cuando. Se trataba de Let it be, de los Beatles.

Apenas llegaba al primer estribillo, eso de whisper words of wisdom, cuando sucedió algo inesperado. Por el césped, no muy lejos de donde me encontraba, cruzó caminando un tipo grandote en pantalones cortos, rubicundo, aunque casi calvo, entre los 40 y los 50, hablando en un idioma extraño por el móvil. Usaba auriculares. Al llegar frente a mí se detuvo, se me quedó mirando y, al cabo de unos instantes, se acercó decidido y se sentó a mi lado, pegado a mi izquierda, rodilla con rodilla. Me quedé un poco cortado, no sabía muy bien qué hacer y paré de tocar. ¿Qué querrá este tipo?

Él me sonrió con amabilidad.

-   Play, play -me dijo con su peculiar acento, y eso hice, seguir por donde me había quedado, mientras él terminaba su conversación hablando muy bajito, en susurros. Para cuando llegué al final de la canción, ya se había quitado los auriculares y se dedicaba nada más que a observarme tocar sin dejar de sonreír.

-    Let it be is very good, you play ok. You Spanish? ¿Tú español?

Le contesté que sí en ambos idiomas y me preguntó si tocaba rock&roll. Me excusé diciéndole que estaba aún aprendiendo y que el rock me resultaba aún difícil, que de momento se me daban mejor las canciones un poco más lentas. Su inglés era casi tan básico como el español y yo, hablando en el idioma de Shakespeare, tampoco es que sea un locutor de la BBC, así que la comunicación tenía sus complicaciones, pero entre voz y mímica pudo hacerme entender que era ucraniano, de Kiev, y que antes solía tocar mucho la guitarra, sobre todo rock.

-    Nirvana, you know Nirvana? ¿Tú tocas Nirvana? I liked Nirvana very much, but I can’t play no more, no puedo tocar.

Entonces me enseñó su brazo izquierdo, que hasta ese momento no había visto, ya que me lo ocultaba su cuerpo. Tenía horribles cicatrices, tremendos costurones que empezaban por debajo de la manga de su camiseta y le llegaban hasta la muñeca. Sus músculos parecían recompuestos a trozos. Me mostró que apenas podía mover los dedos ni girar la mano.

-   No guitar any more, ya no guitarra… Pero toca, you play, please, anything, no importa.

Volví a colocar los dedos sobre el mástil y empecé a interpretar lo primero que me salió, dos o tres canciones, ni siquiera soy capaz de recordar cuáles fueron. Me sentía un poco nervioso, en parte por estar tocando delante de un desconocido, algo que nunca había hecho, pero sobre todo por lo que me acababa de decir y lo que sus lesiones me hacían intuir. Ucrania llevaba ya seis meses en guerra a esas alturas. Él, sin embargo, sonreía todo el rato, aparentemente relajado y, entre canción y canción, decía "Tú good, tocas bien, tocas bonito", aunque lo cierto era que me había equivocado varias veces.

-   Music remains, always music -la música perdura, siempre la música.

Al decir esto se le había puesto un tono nostálgico. Seguramente pensaba en tiempos mejores. Me daba muchísimo apuro, pero al final no me pudo aguantar y le pregunté por sus heridas. Él asintió lentamente, frunciendo los labios como si estuviese eligiendo las palabras. Me contó en inglés que era militar y que le habían herido en combate, que le habían traído a España para operarle. Ahí se atascó y buscó ayuda en el móvil. Usando una aplicación de traducción, habló en su idioma y a través del teléfono, con voz de mujer y en castellano, me explicó que estaba haciendo rehabilitación todos los días en un hospital. Le pregunté si pensaba que podría recuperar la suficiente movilidad como para poder volver a tocar y no me entendió bien. Me acercó el móvil y me pidió que repitiera en español. Tras escuchar la traducción, se encogió de hombros mirándose el brazo. 

-    Yo no sé, poquito a poquito. 

Tras unos instantes en los que ambos permanecimos en silencio, pareció volver a animarse y, de nuevo sonriendo, me dijo:

-                            -  Mi hijo, my son, toca pianino.

Tras rebuscar un momento en la galería del móvil, me enseñó un vídeo en el que se veía a un adolescente, en torno a los 16 años, tocando una pieza clásica al piano. Llevaba ropa ligera, veraniega, y se encontraba en plena calle. A su espalda se veían elegantes edificios decimonónicos, parecidos a los que pueden encontrarse en el centro de Madrid y había un tráfico constante tanto de vehículos como de personas. Algunos de los transeúntes que pasaban por detrás se paraban un momento a escuchar, sonriendo apreciativamente, pues el chaval tocaba bastante bien, mientras que una niña rubita de unos diez años bailaba, aplaudía y sonreía a la cámara. 

-                            - This my son, this my daughter, this is Kyiv. Mi hijo, mi hija, en Kiev.

Le pregunté cuánto tiempo hacía que se había grabado ese vídeo y me contestó que era de hacía un año, del verano anterior. La escena desbordaba paz y optimismo a partes iguales, nada que ver con las imágenes de esa misma ciudad que llevábamos meses contemplando en los telediarios. Un año antes, en Ucrania, como en toda Europa, la epidemia del coronavirus parecía empezar a quedar atrás y nadie podía imaginarse que algo mucho peor se les venía encima. Que en esas calles tan animadas y concurridas aparecerían negros socavones y que las aceras se llenarían de cristales rotos, mientras columnas de humo negro cubrirían el cielo un día sí y al otro también. Que la melodía plácida de ese piano se vería sustituida por el lúgubre canto de las sirenas, que ya no se oirían risas de niños, sino llantos y voces nerviosas, pasos apresurados y explosiones lejanas. O no tan lejanas.

Cuando el vídeo se terminó, se quedó mirando un momento la pantalla congelada, pensando quizá en eso mismo que yo pensaba, sólo que él no tendría que recurrir a las escenas vistas en televisión o en Internet para alimentar su imaginación. Él había estado allí y en sitios todavía peores. Había visto todo eso e incluso había experimentado el zarpazo de la metralla en su propia carne. Se le había deshecho la sonrisa. De repente ya no parecía relajado ni contento, sino triste, aunque eso sólo se percibía en su mirada, perdida en el lugar por el que había desaparecido el sol hacía ya unos minutos.

Casi me daba miedo hacerlo, pero, queriendo agarrarme a la esperanza, le pregunté si su familia estaba con él aquí, en España, quizá esperándole cerca. Él negó suavemente con la cabeza.

-                             - Ellos no aquí. En Kiev.

Ya no tuve valor para preguntarle nada más. ¿Qué podía decirle? Intenté imaginarme en su lugar, que fueran mis hijas las que estuvieran lejos, en una ciudad que había sido mi hogar y que ahora era zona de guerra, una en la que casi todos los días caía algún misil, y algunos días bastantes. Se me hizo un nudo en la garganta. Los dos nos quedamos callados 

Para entonces era ya casi de noche, así que empecé a guardar la guitarra en su funda. Él se levantó y volvió a sonreírme de forma amistosa. Ya no me parecía un desconocido, aunque en ese momento reparé en que no sabía su nombre. Se lo pregunté y él me lo dijo. Era un nombre bastante corriente en los países del este de Europa, un nombre que podría llevar lo mismo un ruso que un ucraniano. Le dije el mío, le estreché la mano y le deseé suerte. 

-                          -  Good luck. 

Él sonrió aún más, se despidió y echó a caminar hacia la salida del parque. Unos pasos más allá, se detuvo y, alzando el puño, exclamó: 

-                              - Music, respect!

Después de eso se marchó. Yo me quedé aún un par de minutos sentado donde estaba, profundamente conmovido, dando gracias por vivir, de momento, lejos de guerras y hambrunas, de que mis hijas pudiesen seguir cursando sus estudios, saliendo con sus amigos y pidiéndome dinero para sus cosas sin más preocupaciones que las normales a su edad, sin saber lo que es el miedo ni tampoco la incertidumbre. Por poder hacer algo tan simple como tocar la guitarra en un parque sin sentir amenaza alguna, por poder volver a casa caminando sin apresurarme, sin tener que mirar al cielo con aprensión.

Estos días veo en las noticias y leo en el periódico que la guerra sigue y sigue, que, después de unos meses de relativa calma en la capital, los proyectiles han vuelto a caer sobre Kiev, mientras que en el sur y el este de Ucrania no se ha parado de combatir ni un solo día. Que en buena parte del país están sin electricidad y sin gas, que las temperaturas caen en picado y escasea la comida. Y siempre me acuerdo de él, de mi fugaz amigo al que no he vuelto a ver nunca más, y deseo que su familia esté bien y que haya podido, quizá, volver a reunirse con ellos o esté cerca de hacerlo. En que su hijo vuelva a tocar el piano, su hija a bailar y a reír, y que él, algún día, vuelva a poder tocar canciones de Nirvana con su guitarra.

There will be an answer, 

let it be, 

let it be.