No hay
turistas en la playa de Maspalomas, pues es ya de noche y además es temporada
baja, pero sí algunos curiosos observando desde el paseo los todoterreno con
sirenas en el techo, el trasiego de personal uniformado y, sobre todo, el
helicóptero Aerospatiale AS 332 Super Puma posado en el parking de un hotel con
las luces de posición y anticolisión encendidas. El color gris de su fuselaje
lo rompen sendas bandas amarillas y las siglas S.A.R. pintadas sobre el
portalón lateral. En la cola lleva una banda con la bandera de España. Un
militar que viste un mono de vuelo de color anaranjado y cazadora de aviador
oscura ha estado manipulando la pequeña grúa situada en el costado del aparato,
pero ya ha terminado, se le ve asentir satisfecho mientras guarda sus
herramientas. Un segundo hombre ataviado del mismo modo, que hace unos
instantes ayudaba a cargar una camilla en uno de los vehículos de emergencias,
corre hacia la aeronave. En la cabina aguardan piloto y copiloto con los cascos
y los cinturones de seguridad puestos. Se disponen a salir de nuevo. Sólo falta
decidir hacia dónde.
- Mi capitán,
ya se hacen cargo de ellos los de Protección Civil, nos vamos cuando quieras.
- Gracias, Quique.
Tomás, ¿has podido revisar la grúa, a ver por qué se atascaba en la última
recogida?
- Sí, tranquilo,
ya está solucionado. No creo que nos dé más problemas por ahora.
- Vale,
genial. Escuchadme todos, así es como están las cosas: como sabéis en el barco
quedan aún dos personas, el patrón y uno de los marineros. Con la vía de agua
que tienen no llegan a mañana...
- Ni siquiera
podemos estar seguros de que sigan a flote.
- Ya lo sé,
Cris, con más razón aún. Con el combustible que tenemos, ¿tú dirías que podemos
ir hasta allí, subirlos a bordo y regresar?
- Sí, creo
que sí, pero va a ir muy justo. Lo mejor sería acercarnos antes a Gando a repostar.
- Se nos iría
cerca de una hora y tú misma lo has dicho, puede que a esos dos hombres no les
quede tanto tiempo. Pero yo coincido en que sí que llegamos.
- Ojo, ten en cuenta que a la vuelta vamos a
tener el viento de cara. Como no acertemos a subirles a la primera, a poco que
nos liemos nos podemos quedar secos a 20 millas de la costa...
- Ése es mi
miedo. Por eso no quiero decidirlo yo solo.
- Tú eres el
capitán.
- No me
jodas, Cris.
- Que sí, Salva,
que ya lo sé. Lo mismo que tú sabes que no hace falta que me preguntes. Si es por
mí vamos.
- ¿Y tú,
Tomás?
- Cualquiera
se raja ahora, cuando ya ha dicho que sí la teniente. No, en serio, yo también
me apunto.
- Faltas tú,
Quique. Tu voto debería valer por dos, que eres el que vas a bajar a por ellos,
y como bien dice Cris hay que hacerlo a la primera si no queremos vernos
apurados a la vuelta.
- Pues va a
depender de lo escorado que nos encontremos el barco y lo que nos mueva a
nosotros el viento, pero como eso no lo vamos a saber hasta que estemos allí no
sé qué narices hacemos aquí hablando y perdiendo el tiempo.
- Sois los
mejores, ¿lo sabéis?
- No nos
hagas la pelota que mañana nos vas a invitar a comer igual.
- Eso está
hecho, pero de menú, ¿eh? Venga, Cris, dale vidilla a la checklist que vamos
con prisa. En cuanto estemos en el aire llama al Centro de Control y les avisas
de que salimos...
Unos minutos
más tarde el Super Puma vuelve a elevarse y a adentrarse en la noche rumbo
oeste, perdiéndose bajo la lluvia. Durante un rato aún verán la luz del faro de
Maspalomas, cada vez más tenue y más lejana. Después ya sólo negrura.
***
- Cuando
usted quiera, coronel, esto ya está grabando.
- De acuerdo,
¿por dónde quiere que empiece?
- Hábleme de
cómo era el capitán Ortiz cuando estaba en la Academia. Usted era su instructor
de vuelo, ¿es correcto?
- Sí, así es,
lo fui durante el curso de vuelo elemental. Básicamente es cuando se enseña al
alumno a volar y a ejecutar las maniobras básicas. También es cuando sabemos si
tiene o no madera de piloto.
- Y el
capitán Ortiz la tenía, ¿verdad?
- Ya lo creo
que sí, fue uno de esos cadetes que prometen desde la primera clase. Si le
hubiera apurado un poco más habría sido el primero de su promoción en soltarse,
pero como a mí me gusta ir sobre seguro decidí hacer una sesión más de tomas y
despegues y se le adelantó un compañero, por lo que tuvo que conformarse con
ser el segundo. No es que tenga mucha importancia, pero entre ellos se pican a
ver quién es el primero al que le rapan la T en el cogote.
- ¿La T en el
cogote, dice usted?
- Sí, es una
vieja tradición. En los antiguos aeródromos de hierba había una gran letra T en
el suelo, pintada de rojo y blanco, marcando la dirección habitual de la toma.
Cuando un alumno se suelta, es decir, cuando vuela solo por primera vez, se le
rapa una T aquí detrás para que todo el mundo sepa lo que acaba de conseguir.
También es habitual echarles agua encima, o incluso tirarlos a la piscina si se
tiene a mano. No hay día más feliz para ellos.
- ¿A usted
también lo tiraron a la piscina, cuando su suelta?
- ¿Yo? Yo fui
derecho al pilón. Pero bueno, a lo que íbamos. Le decía que Salva, que es como
le llamaban sus compañeros y con el tiempo yo mismo, apuntaba muy buenas
maneras en cabina y sus notas en las teóricas eran excelentes. Recuerdo que le
dije que de seguir así, al acabar la formación podría pedir el destino que quisiera.
- ¿Y cuál era, por aquel entonces?
- Pues como
casi todos, reactores. Ser piloto de caza es con lo que sueñan la mayoría de
cadetes. Yo mismo, antes de ir destinado a la Academia, venía de volar el F-18
en el Ala 12, en Torrejón, y claro, mis alumnos eso lo sabían, por lo que
aprovechaban cualquier ocasión para tirarme de la lengua y freírme a preguntas.
En aquellos días el F-18 era lo más de lo más, con todos los respetos para el
Mirage F-1, pero el Ejército del Aire estaba a punto de recibir las primeras
unidades de Eurofighter y no había cadete que no se imaginase a los mandos de
uno. Salva no era diferente, aunque algo que le pasó antes de terminar la etapa
elemental fue seguramente lo que le hizo cambiar de idea. Visto ahora, en
perspectiva, fue casi premonitorio.
- Cuente
usted, por favor.
- Sucedió
durante un vuelo solo, en el que debía demostrar que había asimilado bien la
navegación visual. Se trataba de seguir una ruta por el interior de Murcia,
pasando por varios pueblos que le había señalado en la carta, para salir a
Alicante y volver luego tranquilamente por la costa hasta San Javier. Los
puntos de paso intermedios los iba cambiando de clase en clase y de alumno en
alumno, pero a todos solía ponerles ese último tramo para que se relajasen y
disfrutasen un poco del paisaje, que luego con el vuelo instrumental no
tendrían casi oportunidad de ver otra cosa que la propia cabina. Lo que sucedió
ese día con Salva fue que se torció la meteo. Había previsto un frente para esa
noche, entrando por el Mediterráneo con viento y lluvia abundantes, pero como había
margen suficiente como para completar el vuelo sin problemas le dejé salir. El
caso es que el dichoso frente corría más de lo esperado y se le echó encima.
Aún así podría haber llegado de sobra y aterrizar con seguridad, pero a la
altura del cabo de Santa Pola, al mirar hacia el mar, vio una luz elevarse
sobre el agua y destacarse un momento contra los nubarrones que cubrían todo el
horizonte. Era una bengala.
"Salva
lo reportó por radio, pero la tormenta venía con mucho aparato eléctrico y las
interferencias empezaban a ser bastante puñeteras. Yo estaba en la torre,
sentado al lado del controlador. Le escuchamos decir algo pero no se le
entendía apenas nada. Cogí el micro y le ordené que metiera gas y regresase
cuanto antes, porque en el radar ya estábamos viendo la que se estaba
organizando, pero él tampoco nos recibía correctamente, o al menos eso es lo
que siempre mantuvo... Salva sabía que una bengala sobre el mar normalmente
significa que alguien está en peligro, por lo que desobedeciendo las
instrucciones expresas de no apartarse más de 200 metros de la línea de costa
se adentró a investigar. El viento soplaba ya con ganas, y la Tamiz que
pilotaba, que es un avión pequeñito, para enseñanza, no era el mejor aparato con
el que enfrentarse a un temporal, pero Salva fue para allá de todos modos. A lo
lejos se divisaba algún buque grande, pero en la zona de la que le había
parecido que salía la bengala no había nada de nada. Queriendo asegurarse bajó
hasta 1000 pies, unos 300 metros por encima del nivel del mar. Empezaba a
pensar que había sido un efecto óptico, quizá el último rayo de sol colándose
entre las nubes antes de que el cielo se cubriera del todo. Ya iba a darse la
vuelta cuando, entre el oleaje, distinguió el color naranja de un chaleco
salvavidas. Había un hombre ahí abajo, sin duda un náufrago, y si no recibía
ayuda lo más probable era que acabase ahogándose. Salva empezó a virar
alrededor de su posición transmitiendo un S.O.S. en varias frecuencias,
inseguro de si alguien le estaba escuchando. Nosotros le teníamos todavía en el
radar, recibíamos la señal de su transponder aparentemente detenida en un punto
en el que no debía estar, seis o siete millas mar adentro, y aunque no
recibíamos sus transmisiones a mí al menos me quedó claro que estaba en apuros.
En esos momentos teníamos un Canadair, un apagafuegos, viniendo desde Torrejón,
y como aún estaba lejos de la tormenta con él sí que teníamos comunicaciones,
así que el controlador contactó con ellos y les pidió que se dirigieran hacia
esa zona.
"Yo no
hacía más que mirar la pantalla del radar y el reloj. El controlador estaba bastante
nervioso, entre la situación que tenía entre manos y supongo que también porque
sentía mi aliento en la nuca. Salva ya llevaba cerca de media hora de retraso, así
que llamé a mis superiores para avisar de lo que estaba sucediendo y montar el
operativo de rescate, por si acababa siendo necesario. Mientras tanto mi alumno
seguía dando vueltas, ahora a apenas 300 pies del agua porque cada vez había
menos luz y le costaba más trabajo mantener la visual con el náufrago. Había
encendido la luz de aterrizaje no tanto para ver él como para que el hombre le
viera mejor desde abajo y, sabiendo que no estaba solo, siguiese peleando por
mantenerse a flote. Las olas cada vez eran más altas y el viento más fuerte, y
para colmo había comenzado a llover. Salva, como es normal, estaba asustado,
con la mano agarrotada de tanto hacer fuerza con la palanca y el estómago
revuelto por las turbulencias, que le hacían dar tremendos botes en el aire. Por
si no tenía bastantes problemas, el indicador de combustible le estaba
advirtiendo de que aún podía ponerse peor la cosa si no ponía pronto rumbo a la
base. Hacía falta ser muy inconsciente o tener mucho valor para permanecer
allí. A día de hoy puedo afirmar que era lo segundo, pero he de confesar que en
esos instantes no lo tenía yo tan claro.
"Aquello
debió durar como unos veinte o veinticinco minutos, que tanto a él como a
nosotros, en la torre, nos parecieron horas. De repente escuchó en los cascos,
alta y clara, la llamada del Canadair que ya estaba llegando. Salva les contó
lo que había. Jugándose también el tipo, que de eso a los apagafuegos nadie
puede darles lecciones, el piloto del Canadair atravesó la capa de nubes y,
gracias a la luz de aterrizaje y las luces de posición de la Tamiz, localizó a
Salva enseguida y vieron también al náufrago. Haciéndose cargo de la situación,
el capitán que pilotaba el Canadair ordenó a Salva que saliese de allí echando
leches. Lo último que vio Salva antes de alejarse fue cómo daban una pasada
casi a ras de las olas y le arrojaban un bote autoinflable al pobre hombre. Le
aclaro que fuera de la temporada de incendios los Canadair se dedican a
misiones de búsqueda y rescate, por lo que van equipados para este tipo de
situaciones.
"Pensará
usted que para Salva ya había terminado el peligro, pero realmente no había
hecho más que empezar. Él nunca había volado y mucho menos aterrizado de noche,
y prácticamente ya lo era. Añádale a eso las condiciones meteorológicas y la
posibilidad de quedarse sin combustible, y ya podrá imaginarse que al muchacho
no le debía llegar la camisa al cuerpo, pero a pesar de todo siguió manteniendo
la cabeza fría e hizo lo que tenía que hacer. Puso rumbo al litoral, subió a
3000 pies, y en cuanto pudo distinguir la costa la fue siguiendo hacia el sur.
Poco después estaba lo suficientemente cerca de San Javier como para poder
comunicarnos, por lo que el controlador pudo ayudarle dándole vectores para la
aproximación. El aterrizaje iba a ser bastante complicado porque el viento venía
cruzadísimo, casi perpendicular a la pista, y además, como le decía, aquella iba
a ser su primera toma nocturna. Al principio es fácil confundirse al juzgar la
altura en los últimos metros, las luces engañan mucho y él no lo había
entrenado todavía, así que me cogí un walkie y me fui corriendo hasta el borde
mismo de la pista, para darle indicaciones. Por el camino escuché al
controlador preguntándole por el combustible, y él nos tranquilizó a todos al
confirmarnos que aún le quedaba como para media hora, que no iba tan justo como
pensaba. Cuando llegué ya se veía su luz de aterrizaje. Llovía de lo lindo y el
aire soplaba a ráfagas arrastrando el agua casi en horizontal. No tardé en
quedar calado hasta el tuétano, pero estaba tan concentrado en lo que teníamos
entre manos que no me daba casi cuenta. Salva lo hizo muy bien. La primera vez
entró demasiado alto y le tuve que ordenar que hiciera un motor y al aire, le
dije que hiciera otro circuito y se tomase su tiempo. Al segundo intento venía
mucho mejor. Yo le hablaba lo más tranquilo posible, recordándole que metiera
palanca al viento y pedal contrario para contrarrestar el viento cruzado, pero aún
así, cuando ya estaba a punto de tocar el asfalto, entró una racha de las
fuertes y lo empezó a sacar de la pista... ¡Otra vez motor y al aire! A la
tercera la Virgen de Loreto se compadeció de nosotros y el viento aflojó lo
justo para permitirle hacer la toma.
- Menuda
tensión…
- Como
instructor me ha tocado pasar más de una, sobre todo cuando los alumnos vuelan
solos, pero sin duda ésta fue de las más gordas.
- ¿Cómo acabó
todo?
- Cuando
llegó a la plataforma y paró el motor de la Tamiz ya estaba yo allí. Le di un
abrazo y le mandé a la ducha antes de hacer el debriefing. El jefe de la
Academia quiso estar también presente, y aunque se mostró comprensivo con las
circunstancias y las decisiones que había tomado el chico, no quiso pasar por
alto el hecho de que había desobedecido las instrucciones que tenía de no
apartarse de la costa, así que le cayó un arresto.
- Vaya, uno
pensaría que lo que merecía era una medalla.
- Ya, si yo comparto
el sentimiento, pero también la visión de mi superior. No pueden alentarse ese
tipo de conductas en un alumno, pues si se acostumbra a romper las normas y a
correr riesgos cuando le parece, tarde o temprano lo pagará caro. Aunque en el
caso de Salva es posible que el daño estuviese ya hecho... A la mañana
siguiente se recibieron en la Academia dos mensajes para él. Uno era del piloto
del Canadair, que decía literalmente "Qué cojones tienes, chaval". El
otro era del propio náufrago, al que había rescatado finalmente una lancha de
la Guardia Civil, quienes también pasaron lo suyo, por cierto, dándole las
gracias por lo que había hecho. Se trataba de un pescador de Santa Pola, al que
la tormenta había sorprendido en la pequeña motora con la que a veces salía a
completar el jornal. El motor se le había parado en el peor momento y no pudo
evitar que las olas le volcaran. Afortunadamente tuvo tiempo de echar mano a la
bengala y el resto es como se lo he contado, o mejor dicho, como Salva me lo
contó a mí. De no ser por Salva es muy posible que a aquel pescador se lo
hubiese tragado el Mediterráneo, y el buen hombre era muy consciente de ello.
En cuanto salió del arresto le invitó a comer un domingo en su casa, y mire
usted por dónde tenía una hija de la misma edad que Salva y el resto ya se lo
puede imaginar.
- ¿De verdad?
¿Hubo flechazo?
- Hubo, hubo,
y también boda un par de años más tarde, en cuanto Salva recibió su despacho y
los galones de teniente.
- ¡Bonita
historia! Después, si le he entendido bien antes, Salva no escogió reactores
como tenía pensado al principio.
- No, aunque
podría haberlo hecho, porque como era de esperar fue de los primeros de su
promoción. Sin embargo parece que se le había quedado grabada la imagen del
Canadair lanzando el bote al que pronto sería su suegro. Salva quiso ir al
Grupo 43, los Apagafuegos.
***
Es más de medianoche
y la oscuridad reina sobre el Atlántico, que se remueve inquieto, casi furioso,
bajo las nubes cargadas de lluvia. En el espacio azotado por el viento que
queda entre ellas y el océano, el parpadeo de sus luces de posición delata el
avance decidido del helicóptero del S.A.R. Aquí y allá, dispersos sobre esa negra
inmensidad que constituye el único paisaje, los tripulantes de la aeronave
distinguen de vez en cuando otros destellos de presencia humana, navíos que
surcan esas aguas de una costa a otra como han venido haciendo desde los días
de Cristobal Colón, o quizá incluso desde antes. Un relámpago rasga de repente
las tinieblas y por unos instantes es posible ver las olas que en número
incontable los rodean por todas partes, recordándoles lo lejos que están de la
seguridad de la tierra firme y lo indefensos que quedarían si, por azar, las
aspas que giran constantes sobre sus cabezas dejaran de hacerlo. Lo cierto es
que llevan tanto tiempo entregados a su profesión que no suelen pensar en ello,
o no al menos cuando se encuentran en mitad de una misión. Saben que más
adelante, pero no mucho más, hay personas esperando escuchar el sonido de sus
motores, personas que corren un peligro inminente y que requieren socorro. Ésa
es toda la razón que necesitan para estar donde están y hacer lo que están
haciendo.
- Cris, sigue
intentando contactar otra vez con el barco, ya deberían estar dentro de nuestro
alcance.
- San Nicolás
de COTOS-10, ¿me recibe, San Nicolás? San Nicolás de COTOS-10, respondan, por
favor. Salva, esto tiene mala pinta...
- La
corriente puede haberlos arrastrado bastante desde la última posición que
tenemos, como no consigamos unas coordenadas actualizadas va a ser muy difícil
dar con ellos en estas condiciones. Anda, prueba con el Meteoro, el patrullero
de la Armada que venía para acá, a ver si tienen algo, y si no llama al Centro
de Control otra vez. Quique, Tomás, ¿todo listo ahí atrás?
- ¡Afirmo,
todo listo!
- Meteoro de COTOS-10,
adelante, Meteoro.
- COTOS-10 de
Meteoro, os recibimos. ¿Estáis otra vez de vuelta?
- Afirmo,
Meteoro, nos encontramos a 25 millas de la última posición que tenemos del San
Nicolás, pero no conseguimos contactar por radio. ¿Los tenéis vosotros?
- Los hemos
perdido hace cosa de 10 minutos, parece que estaban a punto de evacuar, os paso
las últimas... Esperad, manteneos a la escucha.
- Vaya, ya
podían haber enviado las coordenadas antes de...
- COTOS-10 de
Meteoro, acaba de encenderse la radiobaliza del San Nicolás, van coordenadas...
- Recibido,
Meteoro, ¿cuál es vuestro ETA?
- Más de una
hora, COTOS-10. ¿Podéis recogerlos vosotros o al menos quedaros en la zona
hasta que lleguemos?
- Negativo a
lo de quedarnos, no llevamos combustible para eso. Vamos a intentar subirlos,
estaremos en contacto.
- De acuerdo,
COTOS-10, buena suerte.
- Salva, he
metido las coordenadas en el GPS. Vira a 251, los tenemos a 19 millas.
- Perfecto.
¿Qué viento tenemos ahora mismo?
- Calcula entre
25 y 30 nudos con rachas de 45-55, viniendo de rumbo 85.
- Va a estar
dificilillo, ¿eh? Déjalo, no me contestes.
Salva le lanza
a su compañera una sonrisa que pretende ser tranquilizadora. En la penumbra
reinante en la cabina del Super Puma apenas puede distinguir su expresión, su
rostro iluminado apenas por el brillo tenue de los instrumentos, pero le parece
que ella se la devuelve.
***
- Capitán
Recio, usted fue compañero del capitán Ortiz en el Grupo 43...
- Sí, así es.
Entonces éramos los dos tenientes. Cuando yo llegué destinado al 43 él llevaba
ya un par de años como comandante en el CL-215T, y a mí me asignaban a menudo como su
copiloto. Nos llevábamos muy bien y en vuelo nos compenetrábamos de
maravilla, así que procurábamos coincidir siempre que era posible.
- ¿Cuál fue
su misión más difícil juntos?
- Hubo
varias, pero una en particular no se me irá jamás de la memoria. Aquel año,
hablamos del verano de 2007, los peores incendios los tuvimos en Canarias. Arrasaron
miles de hectáreas y hubo que trabajar de lo lindo, con situaciones de lo más
peliagudas. Aquel día estábamos en Gran Canaria, operando en una zona muy
escarpada, llena de barrancos, a la que costaba mucho acceder por tierra y
donde los helicópteros estaban teniendo muchos problemas por culpa de las
turbulencias, así que nosotros estábamos a destajo, dándolo todo como se suele
decir. En cada salida hacíamos todas las descargas que podíamos antes de volver
a repostar combustible, y no hacíamos más porque los embalses que teníamos más
cerca no eran lo bastante grandes como para que pudiésemos tomar con seguridad,
lo que nos obligaba a salir al mar para llenar los depósitos.
"Después
de llevar así todo el día, bueno, varios días seguidos en realidad, a última
hora de la tarde nos avisa el director de extinción, un ingeniero de montes que
coordinaba los trabajos de las distintas unidades que estábamos interviniendo,
de que uno de los retenes había pedido ayuda urgente por radio porque les estaba
rodeando el fuego y no veían escapatoria. Justo acababan de irse los otros dos
aviones que estaban con nosotros y ya no estaba previsto que volvieran, y
nosotros mismos pensábamos lanzar un par de descargas más donde nos dijeran y
marcharnos a Gando. Total, que no había nadie más, si alguien podía hacer algo esos
éramos nosotros. Siguiendo las indicaciones que nos daban desde el centro de
mando, localizamos el cañón por el que estaban intentando salir los del retén.
El problema era que por una de las laderas era casi imposible que subieran, demasiado
empinada, y por la otra estaba bajando ya el fuego, así que sólo podían salir
por uno de los extremos, que terminaba en una zona rocosa en la que podrían
ponerse a salvo hasta que fueran a rescatarlos. En un momento dado habían
tenido que dejar los vehículos porque el terreno era demasiado accidentado, así
que iban a pie, corriendo todo lo que podían. Pudimos contactar por radio con
el jefe del retén, que nos explicó con el poco aliento que le quedaba que ya
casi habían llegado, pero que el fuego iba más deprisa que ellos, pensaba que
no lo iban a conseguir a no ser que pudiéramos colocar una o dos descargas en
la parte baja de la ladera, hacia el final del cañón. Él sabía tan bien como
nosotros que con eso no íbamos a apagar el fuego ni mucho menos, pero quizá sí que
pudiésemos reducir su avance el tiempo justo para que ellos pudieran pasar por
ahí.
"A todo
esto la visibilidad era muy reducida a causa de la humareda, y en el fondo del
cañón, que ya estaba en sombras, era imposible ver nada. Bajamos todo lo que
pudimos, tanto que veíamos las llamas desde abajo, parecían correr por la ladera
hacia nosotros, una cosa espeluznante, y eso que estábamos acostumbrados. Salva
sudaba como un condenado sujetando los cuernos con las dos manos mientras yo le ayudaba con la gestión de los motores y Paco, el mecánico de vuelo, que iba en el medio detrás de nosotros, se encargaba de los flaps. El avión iba zarandeándose a lo bestia por todo el aire caliente que
teníamos moviéndose a nuestro alrededor, una auténtica pesadilla. En ese momento aún
distinguíamos más o menos el punto en el que queríamos soltar, a donde el fuego
ya estaba llegando. Al jefe del retén dejamos de oírlo y nos temimos lo peor,
pero había que seguir adelante. Soltamos la carga y metimos potencia a tope
para salir del desfiladero. "¡Dale más, dale más!" me decía Salva,
sin darse cuenta de que ya había empujado las palancas de gases hasta el final. Cuando
nos elevamos y viramos para ver de nuevo el objetivo nos dimos cuenta de que
apenas habíamos causado efecto alguno. El calor era tan intenso que el agua se
evaporaba en su mayor parte antes de llegar al suelo, a pesar del retardante
que le metemos. Nos quedaba el otro depósito, algo más de 2.500 litros, así que
nos preparamos para otra pasada.
"Ahora
ya sí que no se veía nada de nada, la humareda era tremenda, y maniobrar en
esas condiciones por ese lugar tan angosto era de locos. A punto estuvimos de
abortar, era demasiado peligroso, pero en ese instante escuchamos de nuevo al
jefe del retén intentando decirnos algo entre toses. Lo único que le entendimos
fue un "vamos", pero de fondo escuchamos los gritos de sus
compañeros. Me acuerdo de que miré a Salva, Salva me miró a mí y ninguno de los
dos dijo nada, realmente es que no había nada que decir, aunque con el rabillo del ojo vi que Paco se santiguaba. Salva se metió entre
el humo contando los segundos en voz alta para calcular cuándo lanzar mientras
yo le iba cantando las lecturas del altímetro. Si hubiera tenido tiempo para
pensar se me habría helado la sangre, porque bajamos 100 o 150 pies más que en
la primera pasada. Soltamos, volvimos a meter gases a fondo y nos fuimos para
arriba, cada uno rezando lo que sabía. Lo siguiente que escuchamos fue otra voz
en los cascos, no la del jefe del retén, que luego supimos que había perdido el
conocimiento y lo habían tenido que sacar a rastras los últimos metros, sino de
uno de los miembros de su equipo. Habían pasado.
- Madre mía,
qué barbaridad. Por un momento me ha parecido estar viendo aquella película de
Spielberg, "Always", me parece que se titulaba...
- Todos hemos
visto esa película al menos una vez, no hay tantas en las que los apagafuegos sean
protagonistas. De hecho, después de esto que le acabo de contar, a Salva le dio
un tiempo por llamarme Dorinda.
- Ah, qué
gracioso, ése era el personaje que hacía…
- Sí, hombre,
Holly Hunter, es la actriz que ganó el Óscar por “El Piano”.
- Me lo apunto
para verla otra vez. Por cierto, me ha dicho usted que esto fue en el verano de
2007. Según mis notas en ese mismo año el capitán Ortiz salió del Grupo 43.
- Eso es, ¡fue
el fin de nuestra sociedad particular! Cuando acabó la temporada de incendios y
pudimos disfrutar por fin de un permiso largo, Salva decidió llevarse a la
familia precisamente allí, a Gran Canaria. Tanto a Marina, su mujer, como a él,
les encantó la isla, pero el tema es que ella llegó a aquellas vacaciones
embarazada de ocho meses y el parto se le adelantó. Su hija María nació allí y a los dos les pareció, no sé, como una
señal. Marina es profesora de secundaria y pidió el traslado, mientras que
Salva solicitó destino en el escuadrón 802. Al principio empezó pilotando los
F-27, pero después hizo el curso de helicópteros y pasó a volar en los Super
Puma. Salva llevaba el S.A.R. en el corazón desde la Academia, no sé si le han
contado cómo conoció a su mujer.
***
Al principio
no encuentran al San Nicolás en las coordenadas que les ha hecho llegar el
Meteoro. Seguramente, desde que las enviaron, la corriente los ha seguido desplazando.
No pueden estar muy lejos, pero encontrarlos puede ser muy complicado. El hecho
de que la radiobaliza se haya encendido, bien de forma automática al quedar
sumergida o bien activada por los dos últimos ocupantes del barco antes de
abandonarlo definitivamente, significa que hay muchas probabilidades de que el San
Nicolás se encuentre ya bajo las frías aguas del Atlántico.
El reflector
situado en el morro del Super Puma barre la superficie del océano iluminando la
cresta blanca de las olas. Si no han dado con ellos en los próximos cinco
minutos tendrán que abandonar la búsqueda y dejar a aquellos hombres a su suerte,
por mucho que les pese, hasta que puedan reanudarse las labores de rescate con
la luz del día. Es entonces cuando ven el destello verde de una bengala. Salva experimenta
una fuerte sensación de déjà-vu. Por
un instante vuelve a ver al bueno de su suegro sentado a la mesa frente a él,
empeñado en darle la mano una y otra vez, y a Marina, a la que acababa de
conocer, sonriéndole como Kelly McGuillis a Tom Cruise en "Top Gun".
- ¡Mira,
mira, ahí está el barco, apenas asoma un poco la proa!
- ¿Los ves a ellos,
Cris, los ves?
- ¡A las dos
en punto! -grita Quique desde el portalón abierto en el lateral del helicóptero,
por el que se cuela la lluvia empapando al rescatador y a su compañero Tomás,
que opera la grúa - ¡Están en el agua, parece que han perdido el bote!
- Justo lo
que me temía -le dice Salva a su copiloto-. Ahora sí que no podemos dejarles
ahí si tenemos forma de evitarlo.
Mantener un
helicóptero con más de 5.000 kilos de peso en vuelo estacionario sobre un punto
no es complicado para un piloto con un entrenamiento normal. Hacerlo con 30
nudos o más de viento racheado, bajo la lluvia, en mitad de la noche, sobre una
superficie tan inestable como un mar encrespado, sin más referencias visuales
que el cambiante círculo de luz arrojado por el proyector, y con una persona
descolgándose por un costado sujeta a un cable de acero... Eso sólo está al
alcance de los mejores, y ni siquiera ellos pueden hacerlo solos. Salva tiene
que concentrarse en los instrumentos para mantener el Super Puma nivelado a una
altura constante, no puede permitirse el lujo de mirar fuera de la cabina, por
lo que tiene que confiar ciegamente en las instrucciones que le dan Cris y
también Tomás, que con medio cuerpo fuera del helicóptero va controlando el
descenso de su compañero Quique en busca de los dos náufragos.
- Adelante un
poco, un poco más, para ahí, a la derecha ahora, vale, vale, mantenlo ahí,
intenta mantenerlo... ¡Para, para, para!
Salva maldice
por lo bajo. Una súbita ráfaga de viento que no ha tenido tiempo de compensar
les ha desplazado varios metros, vuelta a empezar. Cuando recuperan la posición
y Quique tiene ya casi a su alcance a uno de los dos marinos, una ola se
estrella violentamente contra el rescatador dejándolo sin resuello. Unos metros
más arriba Tomás deja escapar un sonoro taco, pero su compañero ha recobrado ya
un cierto equilibrio y le hace señales con el brazo para que siga bajándole.
Los dos náufragos intentan nadar hacia él con todas sus fuerzas, pero uno de
ellos, seguramente el más mayor, se está quedando rezagado.
- ¡Ya tiene
al primero! – exclama Tomás.
- ¡Súbelos,
vamos!
- ¡Me dice
que espere, va a intentar enganchar al otro a la vez! ¡Retrocede, retrocede un
poco!
- Ya va, ya
va… Cris, cómo vamos.
- Justos, muy
justos.
- Quique,
date prisa, por tu padre…
- ¡Arriba,
arriba, los tenemos!
Salva mete un
poco de potencia y el Super Puma se eleva algunos metros, lo suficiente para
que las olas dejen de golpear a los tres hombres cuya vida pende literalmente
de un cable, pero no tanto como para que en caso de caída de alguno de ellos pueda
resultar herido. Al principio el viento los hace girar y bambolearse, pero a medida
que la distancia entre ellos y el helicóptero se va reduciendo el ascenso se hace
un poco más sencillo. En cuanto están a la altura del portalón Tomás les ayuda
a subir a bordo uno a uno. El más mayor, seguramente el patrón, se desploma
sobre el suelo completamente exhausto. El otro conserva fuerzas suficientes
como para darles las gracias. Para cuando entra Quique el Super Puma está ya en
movimiento. En la cabina Salva y Cris actualizan sus cálculos. La copiloto niega
con la cabeza, ahora está segura. No les queda combustible como para regresar a
Gran Canaria, no con ese temporal soplándoles en la cara.
***
El periodista
revisó lo que llevaba escrito hasta ahora para el artículo. Sólo le faltaba
completar los detalles de la última misión del capitán Ortiz y su tripulación.
Lo que había aparecido en los medios, cuando la noticia estaba caliente, era un
tanto confuso e incluso contradictorio. Algunos se apresuraban a sugerir que el
piloto había cometido una negligencia al lanzarse a ese último rescate sin
combustible suficiente como para regresar. Otros lo veían como un acto de
valor, pero él quería saber la verdad, no basarse en las opiniones de otros
que, casi con total seguridad, tenían tan poca experiencia aeronáutica como él
mismo. Le parecía importante hacerlo bien, y si para ello el artículo se tenía
que quedar fuera del próximo dominical pues que así fuera, ya saldría la semana
siguiente por mucho que se mosqueara el director. Lo de menos era que tuvieran
la portada hecha, ya la aprovecharían después.
Cuando llegó a
la terminal del aeropuerto de Gran Canaria encontró a una joven sargento del
Ejército del Aire esperándole para acompañarle a la parte militar de las
instalaciones, que eran compartidas por AENA y el Ejército como era habitual en
otros aeropuertos españoles. Veinte minutos más tarde, tras saludar al jefe del
Escuadrón 802, se encontraba sentado en una pequeña sala de reuniones, con un
café y unas pastas bastante decentes sobre la mesa, esperando a que llegaran
las personas a las que había venido a entrevistar. Acababa de sacar de su bolsa
de mano la grabadora y su anticuado pero efectivo bloc de notas cuando alguien
llamó a la puerta con los nudillos. Los dos militares que entraron se
presentaron como el capitán Ortiz y la teniente Rodríguez.
- Me alegro
de verles por fin cara a cara. Llevo cuatro días sin parar de oír hablar de
ustedes.
- Estrellas
por un día, seguro que se pasa enseguida –contestó sonriendo el capitán Ortiz
mientras le estrechaba la mano-.
- Bueno, yo
intentaré que les dure por lo menos otra semana. ¿Podrían contarme cómo
transcurrió el rescate del San Nicolás, hace ahora justo quince días?
El capitán y
la teniente se fueron turnando para narrar lo acontecido desde que un F-18 del
Ala 46 avistó por primera vez el barco en apuros, hasta que el Super Puma con
indicativo de llamada COTOS-10 alcanzó por segunda y última vez la zona del
siniestro. Hasta ahí tenía más o menos claros los hechos, pero le faltaba
conocer sobre todo la última parte, lo que pasó una vez que tuvieron a bordo a
los dos tripulantes que no habían podido llevarse en el primer viaje.
- En ese
momento se dan ustedes cuenta de que se van a quedar sin combustible antes de
llegar a Gran Canaria, ¿qué es lo que hacen entonces?
- ¿Se lo
cuentas tú, Cris?
- Claro. Lo
que hicimos entonces es lo menos dramático de todo, y no sé si es por eso que
no ha aparecido mencionado en ninguna parte. Simplemente tiramos de nuestro
plan B, que ya teníamos decidido de antemano, no fue ninguna improvisación.
- ¿Así que
tenían un plan B?
- Así es, uno
no se mete en una situación como esa sin contar con un plan B, que en este caso
era bastante sencillo. El mismo viento que podía impedirnos volver a Gran
Canaria nos ayudaría a llegar a Tenerife, teniendo en cuenta que el barco estaba
situado prácticamente a mitad de camino entre las dos islas. Entiéndame, no es
que fuéramos sobrados, no hay duda de que estábamos corriendo un riesgo, pero
era un riesgo calculado y en el otro extremo de la balanza estaban las vidas de
dos personas. Por definición, las misiones del S.A.R. no siempre pueden
abordarse con la misma seguridad que un vuelo de pasajeros, pero tampoco
nuestro entrenamiento es el mismo que el de los pilotos de aerolíneas.
- No es que
fuera un vuelo cómodo –continuó Ortiz-, de noche y con esa meteorología, más la
presión añadida que suponía el que uno de los rescatados, el patrón, viniera en
bastante malas condiciones. Parecía a punto de sufrir un infarto, pero
afortunadamente al final no pasó nada, sólo tuvieron que tratarles por
hipotermia y curarles algunos cortes y contusiones.
- Ahora, tal
y como me lo cuentan, casi me tengo que creer que fue fácil. Contéstenme si
pueden. Cuando aterrizaron en el aeropuerto Reina Sofía de Tenerife, ¿cuánto
tiempo podrían haber seguido volando con el combustible que les quedaba?
Los dos
pilotos cruzaron una mirada. Ortiz se encogió de hombros.
- Unos 15
minutos, quizá 20 –dijo Rodríguez.
El periodista
permaneció en silencio unos instantes, como evaluando lo que acababa de oír y
la naturalidad con la que la teniente Rodríguez lo había dicho. Se le vino a la
cabeza la expresión “hechos de otra pasta”. Pocas veces estaría mejor aplicada.
- Antes de
volverme a Madrid voy a entrevistar a varios de los tripulantes del San
Nicolás, seguramente sean ellos los más indicados para poner su trabajo en
perspectiva, pero en lo que a mí
respecta se merecen ustedes esa condecoración que dicen que van a otorgarles y
un saco lleno con más.
- No
estábamos solos –respondió Ortiz aparentemente incómodo.- Estaba el patrullero
de la Armada, todo el personal del Centro de Control, las asistencias en
tierra...
- Pero eran
ustedes cuatro los que se estaban jugando la vida. Cuatro para salvar a dos.
- Es que no
es una cuestión de aritmética, no seríamos personas si nos limitásemos a los
números. ¿Ha leído usted a Antoine de Saint-Exupèry?
- ¿El del
Principito?
- Ese mismo.
Él también era aviador y a lo largo de su carrera participó en muchos rescates,
sabía muy bien de lo que estamos hablando, y en uno de sus libros lo explicó estupendamente.
Decía algo así: “lo que hace grande a mi civilización es que un centenar de
mineros se sientan llamados a arriesgar sus vidas para salvar a un único
compañero que ha quedado sepultado. Lo que rescatan, al rescatarlo a él, es a
la Humanidad.”
***
De vuelta en
su unidad, Salva y Cris fueron a tomar un refresco con Quique y Tomás, sus
compañeros de fatiga, dispuestos a satisfacer su curiosidad en lo relativo a la
entrevista.
- ¿Así que 15
o 20 minutos, mi teniente? –dijo riéndose Tomás, el mecánico-. Yo creo que no
sobraba ni para 5.
- Ya, pero si
ponen eso en la revista, aquí el capitán se la carga en casa cuando lo lea su
mujer.
- ¿Así que
era por eso? Pues muchas gracias.
- Tú también
has estado fino citando a Saint-Exupèry. Que sepas que yo también lo he leído,
eso viene en “Piloto de Guerra”, ¿a que sí?
- Te acabas
de anotar otro punto, mi teniente. Ahora en serio, si os vieseis otra vez en
Maspalomas, teniendo que decidir si salir o no a intentar el rescate,
¿volveríais a decirme que sí, sabiendo a ciencia cierta lo apurada que iba a
estar la cosa?
Tomás y
Quique empezaron a hablar los dos a la vez, y al darse cuenta ambos se callaron
para cederse la palabra el uno al otro. Al final fue Cris la que contestó por los
tres.
- Ya lo sabes,
mi capitán. Hasta el infinito y más allá.