miércoles, 11 de diciembre de 2019

Amy


Decididamente, no hacía un buen día para volar, aunque teniendo en cuenta que era 5 de enero lo raro habría sido lo contrario. Densas nubes preñadas de nieve cubrían el cielo de Inglaterra de un extremo al otro y, en aquellos escasos rincones en donde no lo hacían, reinaba la niebla. Fuertes turbulencias sacudían su bimotor Airspeed Oxford, alzándolo y dejándolo caer como si fuera un bote de remos atrapado en una galerna, debatiéndose de ola en ola y amenazando con lanzar por la borda a su patrón. Amy sonrió, recordando alguna jornada de pesca con su padre cuando era pequeña. Probablemente aquellas salidas al mar le habían endurecido el estómago, que no se le alteraba ni siquiera en días mucho peores que este, y no había duda de que los había conocido.
Pronto haría once años de su vuelo entre Londres y Darwin con una pequeña De Havilland Moth, pintada de verde y blanco, a la que había bautizado Jason, una hazaña que había convertido a una simple secretaria en una de las mujeres más conocidas en todo el Imperio Británico. Durante aquel viaje, ya legendario, había cruzado cordilleras cuyos picos se alzaban muy por encima de la máxima altura a la que podía volar su humilde polilla, se había enfrentado a tormentas de arena sobre el desierto y a tempestades de lluvia sobre la selva y el mar, a situaciones límite que le habían obligado a hacer aterrizajes forzosos entre dunas y pedregales, entre árboles o en plantaciones de azúcar y hasta en un campo de fútbol en Rangún. Más de una vez, con o sin ayuda, había tenido que realizar reparaciones improvisadas en el avión, que llegó a Australia con su entelado cubierto de parches, remiendos e incluso varias tiras de esparadrapo, que era lo único de lo que disponía cuando se le rasgó un plano en la isla de Java, pero nada los había detenido ni a Jason ni a ella. En aquellos días le habían preguntado frecuentemente qué le empujaba a hacer algo semejante, por qué se lanzaba a correr tales riesgos, impropios de una mujer. Nunca había sabido bien qué responder, prefiriendo encogerse de hombros a enredarse en explicaciones, hasta que un día escuchó a su amiga Amelia contestar a esas mismas preguntas con un “porque quiero”, sonriendo al periodista que las hacía entre burlona y desafiante. La respuesta era tan absolutamente perfecta, y tan cómica la expresión del reportero al recibirla, que Amy no podía dejar de reírse cada vez que se acordaba.
Cómo echaba de menos a Amelia. Habían pasado más de dos años desde su desaparición y seis desde la última vez que se habían visto, aunque nunca habían cesado de estar en contacto la una con la otra mientras Amelia estuvo con vida. Cómo olvidar aquellos días que pasaron juntas en Nueva York, en el verano de 1933, tras la travesía del Atlántico que Amy había hecho con Jim en el Seafarer...
Todo había ido razonablemente bien mientras volaban sobre el océano, Jim y ella turnándose a los mandos del De Havilland Dragon, luchando contra vientos contrarios hasta que alcanzaron la costa este de los Estados Unidos. Ahí fue donde empezaron los problemas. Amy estaba convencida de que no tenían suficiente combustible como para alcanzar Nueva York y que debían aterrizar en Boston para repostar, pero Jim se había negado en redondo, insistiendo en que podían conseguirlo. En esos momentos era él quien ocupaba el asiento del piloto y por tanto la decisión era suya, pero Amy no paró de observar con preocupación, por encima de su hombro, cómo las agujas que indicaban la cantidad restante en cada depósito iban aproximándose al cero mientras, al otro lado de la ventanilla, el sol parecía desplomarse sobre el horizonte. Ya era noche cerrada cuando divisaron las luces del aeropuerto de Stradford, todavía a un centenar de kilómetros de su destino previsto, y Jim admitió de mala gana que Amy había tenido razón. Hasta cinco veces intentó aterrizar, pero aquella pista era demasiado pequeña, la iluminación insuficiente y los dos se encontraban totalmente agotados después de más de 24 horas de vuelo. Al final se pasaron la pista y acabaron estrellándose en una zona pantanosa que había un poco más allá. Por fortuna, ambos pudieron salir de los restos del malogrado Seafarer por su propio pie, aunque con cortes y magulladuras por todo el cuerpo. Apenas habían terminado de curarles en el hospital cuando el rostro pecoso de Amelia asomó por la puerta de la habitación. No hizo falta darle detalles de lo sucedido: una mirada cruzada con Amy mientras Jim, esquivo, volvía la suya hacia la pared, le dijo cuanto necesitaba saber acerca del incidente. Durante las siguientes semanas, luciendo aún aparatosos vendajes, Jim y Amy concedieron entrevistas, hicieron algo de turismo e incluso visitaron la Casa Blanca, y en todo ese tiempo Amelia y su marido estuvieron siempre disponibles para acompañarlos o para facilitarles gestiones. Cuando Jim se hartó de todo aquello compró billetes para regresar a Inglaterra en barco, pero Amy le hizo devolver el suyo. Prefería quedarse allí un tiempo. "¿Por qué?" "Porque quiero." Aún permanecerían dos años más casados, pero aquel “porque quiero” había sido el comienzo de la cuesta abajo, un descenso que se había hecho aún más vertiginoso a causa de las cada vez más frecuentes borracheras de Jim. En aquella lucha entre egos tan grandes como los suyos, dos pilotos compitiendo constantemente y batiéndose récords el uno al otro, acabaron venciendo el alcohol, las infidelidades y los mutuos reproches.
Amy miró el reloj situado en el panel de instrumentos e hizo una nueva marca con el lápiz sobre la carta aeronáutica, abierta sobre el asiento vacío del copiloto. Cuando despegó esa mañana de Square's Gate, en Blackpool, era plenamente consciente de que la brújula no funcionaba del todo bien, pero había confiado en poder volar en visual por debajo de la capa de nubes durante al menos parte del recorrido, que conocía como la palma de su mano. No era la primera vez que llevaba un avión al aeródromo de la RAF en Kidlington, al norte de Oxford, y eso le había hecho, ahora se daba cuenta, excederse en su confianza. Lo cierto era que no tenía demasiadas esperanzas de encontrarse en el punto que acababa de señalar en la carta, ni forma de comprobarlo que no pasara por arriesgarse a bajar entre las nubes para estrellarse, quizá, contra una montaña o contra cualquier otro obstáculo, o romper el silencio de radio y pedir que alguien le diera vectores, lo que podía convertirla en blanco de algún caza alemán que anduviese por ahí arriba, en búsqueda de una presa tan apetecible, por lo vulnerable, como lo era su Oxford, lento y desarmado. Todo un dilema, pero tarde o temprano iba a tener que decidirse porque el combustible se le estaba terminando. Había previsto estar poco más de hora y media en el aire y, sin embargo, llevaba ya más de cuatro. Las últimas dos las había pasado dando vueltas, esperando a que se abriera algún hueco entre las nubes para poder descender y orientarse.
De repente escuchó una voz en sus auriculares. Alguien llamaba a un avión desconocido pidiendo la contraseña del día. Por la claridad con la que había recibido la transmisión, ese alguien no estaba muy lejos y, por lo tanto, ese avión desconocido bien podía ser el suyo. Amy contestó con su indicativo y la clave que había apuntado el día anterior, cuando se hizo cargo del Oxford en Prestwick, Escocia, pero al parecer la habían cambiado ya y había dejado de ser válida. Maldita sea. La voz volvió a solicitar la contraseña, avisando en tono no demasiado cortés de que abrirían fuego en caso de no recibirla. Era imposible que la vieran desde tierra, seguramente lo único que tenían para localizarla era el sonido de sus motores, pero no se podía descartar que la artillería antiaérea acabara acertándole, aunque fuera de casualidad. Amy se indignó. Con qué gusto le diría a ese tipo quién era ella para bajarle los humos, pero además de una infracción de las ordenanzas sería una tontería: también podía decir que era la Reina de Inglaterra, otra cosa es que la creyeran. Amy repitió la única contraseña que tenía y esta vez no obtuvo respuesta. En algún lugar, seguramente próximo, una o más baterías disparaban sus obuses a través de las nubes intentando derribarla. Lo que acababa de pasar descartaba la posibilidad de pedir un vector hacia el aeródromo más próximo. No sólo no iban a dárselo, sino que en todo caso lo utilizarían para enviar contra ella a un par de Spitfires. Mejor evitarlo. Teniendo en cuenta a lo que se estaban enfrentando un día sí y otro también, los pilotos de caza de la RAF tenían por costumbre disparar antes y preguntar después. Mientras Amy buscaba a través del parabrisas, cada vez más preocupada, las negras nubecillas que indicarían los disparos de la artillería, el motor derecho empezó a ratear por falta de combustible. Su situación era ya desesperada, no le quedaba otra que abandonar el avión y saltar en paracaídas, aunque no tuviera ni la menor idea de dónde iba caer. Nunca había saltado. La perspectiva de tener que hacerlo ahora consiguió lo que no habían podido hacer ni las turbulencias ni las amenazas de los artilleros. Sintió que se le encogía el estómago de puro pánico. No pasa nada, Amy, se dijo a sí misma mientras, con manos temblorosas, se soltaba los atalajes que la sujetaban al asiento y se quitaba los auriculares. Todos los días salta gente en paracaídas y casi todos se salvan.
El motor derecho se paró mientras el izquierdo empezaba ya a carraspear. Al mirar hacia él descubrió, más allá, la silueta de un globo cautivo entre las nubes. Ese tipo de globos, que parecían dirigibles pequeños y rechonchos, estaban unidos a tierra por cables de acero que podían cortar los planos de un avión como si fueran de mantequilla, constituyendo una protección simple pero bastante eficaz contra los bombarderos enemigos. La visión del aerostato le insufló los ánimos que necesitaba: estaba sobre tierra firme, cerca de alguna instalación en la que habría personas que podrían prestarle ayuda. Sin perder un segundo más, sujetó los cuernos con los atalajes del asiento y abandonó la cabina en dirección a la puerta, agarrándose a los asientos de los pasajeros para no perder el equilibrio. Poco después se encontraba flotando entre las nubes.
Cuando por fin salió de entre la gris espesura el corazón le dio un vuelco. No había tierra bajo sus pies, solamente un mar oscuro y hostil. Aunque no tuvo más que unos instantes para mirar a su alrededor, pudo atisbar la orilla, no muy lejana, y un pueblo con puerto protegido por dos espigones. Le resultaba familiar, podría ser Herne Bay, pero eso significaría que se encontraba sobre el estuario del Támesis, a más de 100 millas al este de Kidlington, ¿tanto se había desviado? El globo que había visto iba sujeto a un barco, que formaba parte de un pequeño convoy que se dirigía hacia el mar con cautela, bajo la protección de las baterías costeras. Oh, Dios, allá vamos..., pensó mientras apretaba los dientes, intentando prepararse para el impacto contra el agua, pero eso no fue nada comparado con el frío glacial que la envolvió mientras se sumergía.
Amy se debatió intentando librarse del paracaídas, con las manos cada vez más entumecidas, al tiempo que tiraba de la cuerda adosada al cartucho de CO2 que inflaría su chaleco salvavidas. Cuando lo consiguió, pataleó con fuerza hacia la superficie, luchando para contener la respiración todavía un poquito más. La primera bocanada de aire que aspiró, nada más sacar la cabeza, pareció congelarle los pulmones. Una ola le pasó por encima y no pudo evitar tragar agua. Amy chapoteó mientras tosía. El uniforme y las botas empapados parecían tener más posibilidades de vencer en su intento por arrastrarla hacia el fondo que el chaleco en el de mantenerla a flote.
Un barco venía navegando hacia ella, un pequeño remolcador que se había separado del convoy que había atisbado justo antes de caer al mar. Varios marineros estaban asomados por la borda, extendiendo las manos en su dirección. Amy gritó.
-                      ¡Dense prisa, por favor, dense prisa!
Alguien le arrojó una soga. Amy intentó nadar para alcanzarla, pero apenas sentía ya las manos ni ninguna otra parte de su cuerpo. El frío la estaba paralizando, las fuerzas la abandonaban. El barco viró por delante de ella, tan cerca que pudo distinguir perfectamente su nombre, HMS Haslemere, pintado sobre la popa, bajo la Union Jack que aleteaba colgada de un pequeño mástil. La corriente los estaba arrastrando hacia un banco de arena. En la cubierta alguien exclamó “¡Noooo, parad, parad!”. El barco cabeceó y Amy vio las hélices asomar un instante por encima de la superficie, girando con muchísima fuerza antes de volver a introducirse del todo bajo el agua. La aviadora se sintió arrastrada hacia ellas, incapaz de resistir la succión. Cerró los ojos...
... y entonces, contra el telón de sus párpados, vio la cara de su padre, feliz y orgulloso después de contarle que había conseguido trabajo en un bufete de abogados de Londres, tanto tiempo atrás. La de su madre, triste y resentida, cuando se enteró de que no les había invitado a su boda con Jim porque se avergonzaba de su aspecto y de su forma de hablar tan pueblerina, aunque Amy se mintiera a sí misma diciéndose que lo hacía por protegerlos. La de su hermana Irene, con la misma expresión extraña que tenía la última vez que la vio, antes de que se suicidara. La de su otra hermana, Molly, en cuya casa había pasado la última noche y de quien se había despedido sonriente, tan sólo unas horas antes. Vio a Jim, su exmarido, con su pinta de adolescente canalla que la había cautivado desde la primera vez que lo vio. A Jack, su mecánico y mentor durante años, con su mono manchado de grasa y una paternal sonrisa en los labios. Después se desvanecieron los rostros y no hubo más que frío y oscuridad, el sonido de los motores del remolcador retumbando en sus oídos y luego simplemente la nada.
En ese vacío navegó sin noción alguna del tiempo, experimentando un agradable aletargamiento que nada tenía que ver con el que le habían provocado las aguas heladas del Támesis vertiéndose en el aún más gélido Mar del Norte, en una especie de sueño del que sólo despertó cuando escuchó cómo alguien la llamaba por su nombre.
- Ven, Amy, ven.
Si algún miedo conservaba, aquella voz lo hizo desaparecer por completo junto con todos sus malos recuerdos, sus frustraciones y sus remordimientos. Supo que todo iba a ir bien, que ya no estaba perdida ni tampoco estaba sola.
- Ven, Amy, ven.
Era la voz de Amelia.

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