Decididamente,
no hacía un buen día para volar, aunque teniendo en cuenta que era 5 de
enero lo raro habría sido lo contrario. Densas nubes preñadas de nieve cubrían
el cielo de Inglaterra de un extremo al otro y, en aquellos escasos rincones en
donde no lo hacían, reinaba la niebla. Fuertes turbulencias sacudían su bimotor
Airspeed Oxford, alzándolo y dejándolo caer como si fuera un bote de remos atrapado
en una galerna, debatiéndose de ola en ola y amenazando con lanzar por la borda
a su patrón. Amy sonrió, recordando alguna jornada de pesca con su padre cuando
era pequeña. Probablemente aquellas salidas al mar le habían endurecido el
estómago, que no se le alteraba ni siquiera en días mucho peores que este, y no
había duda de que los había conocido.
Pronto haría
once años de su vuelo entre Londres y Darwin con una pequeña De Havilland Moth,
pintada de verde y blanco, a la que había bautizado Jason, una hazaña que había convertido a una simple secretaria en
una de las mujeres más conocidas en todo el Imperio Británico. Durante aquel viaje,
ya legendario, había cruzado cordilleras cuyos picos se alzaban muy por encima
de la máxima altura a la que podía volar su humilde polilla, se había
enfrentado a tormentas de arena sobre el desierto y a tempestades de lluvia sobre
la selva y el mar, a situaciones límite que le habían obligado a hacer
aterrizajes forzosos entre dunas y pedregales, entre árboles o en plantaciones
de azúcar y hasta en un campo de fútbol en Rangún. Más de una vez, con o sin
ayuda, había tenido que realizar reparaciones improvisadas en el avión, que
llegó a Australia con su entelado cubierto de parches, remiendos e incluso varias
tiras de esparadrapo, que era lo único de lo que disponía cuando se le rasgó un
plano en la isla de Java, pero nada los había detenido ni a Jason ni a ella. En aquellos días le
habían preguntado frecuentemente qué le empujaba a hacer algo semejante, por
qué se lanzaba a correr tales riesgos, impropios de una mujer. Nunca había
sabido bien qué responder, prefiriendo encogerse de hombros a enredarse en
explicaciones, hasta que un día escuchó a su amiga Amelia contestar a esas
mismas preguntas con un “porque quiero”, sonriendo al periodista que las hacía
entre burlona y desafiante. La respuesta era tan absolutamente perfecta, y tan
cómica la expresión del reportero al recibirla, que Amy no podía dejar de
reírse cada vez que se acordaba.
Cómo echaba
de menos a Amelia. Habían pasado más de dos años desde su desaparición y seis
desde la última vez que se habían visto, aunque nunca habían cesado de estar en
contacto la una con la otra mientras Amelia estuvo con vida. Cómo olvidar
aquellos días que pasaron juntas en Nueva York, en el verano de 1933, tras la
travesía del Atlántico que Amy había hecho con Jim en el Seafarer...
Todo había
ido razonablemente bien mientras volaban sobre el océano, Jim y ella turnándose
a los mandos del De Havilland Dragon, luchando contra vientos contrarios hasta
que alcanzaron la costa este de los Estados Unidos. Ahí fue donde empezaron los
problemas. Amy estaba convencida de que no tenían suficiente combustible como
para alcanzar Nueva York y que debían aterrizar en Boston para repostar, pero
Jim se había negado en redondo, insistiendo en que podían conseguirlo. En esos
momentos era él quien ocupaba el asiento del piloto y por tanto la decisión era
suya, pero Amy no paró de observar con preocupación, por encima de su hombro,
cómo las agujas que indicaban la cantidad restante en cada depósito iban aproximándose
al cero mientras, al otro lado de la ventanilla, el sol parecía desplomarse
sobre el horizonte. Ya era noche cerrada cuando divisaron las luces del
aeropuerto de Stradford, todavía a un centenar de kilómetros de su destino
previsto, y Jim admitió de mala gana que Amy había tenido razón. Hasta cinco
veces intentó aterrizar, pero aquella pista era demasiado pequeña, la
iluminación insuficiente y los dos se encontraban totalmente agotados después
de más de 24 horas de vuelo. Al final se pasaron la pista y acabaron estrellándose
en una zona pantanosa que había un poco más allá. Por fortuna, ambos pudieron
salir de los restos del malogrado Seafarer
por su propio pie, aunque con cortes y magulladuras por todo el cuerpo. Apenas
habían terminado de curarles en el hospital cuando el rostro pecoso de Amelia
asomó por la puerta de la habitación. No hizo falta darle detalles de lo
sucedido: una mirada cruzada con Amy mientras Jim, esquivo, volvía la suya
hacia la pared, le dijo cuanto necesitaba saber acerca del incidente. Durante
las siguientes semanas, luciendo aún aparatosos vendajes, Jim y Amy concedieron
entrevistas, hicieron algo de turismo e incluso visitaron la Casa Blanca, y en
todo ese tiempo Amelia y su marido estuvieron siempre disponibles para acompañarlos
o para facilitarles gestiones. Cuando Jim se hartó de todo aquello compró
billetes para regresar a Inglaterra en barco, pero Amy le hizo devolver el suyo.
Prefería quedarse allí un tiempo. "¿Por qué?" "Porque quiero."
Aún permanecerían dos años más casados, pero aquel “porque quiero” había sido
el comienzo de la cuesta abajo, un descenso que se había hecho aún más
vertiginoso a causa de las cada vez más frecuentes borracheras de Jim. En
aquella lucha entre egos tan grandes como los suyos, dos pilotos compitiendo
constantemente y batiéndose récords el uno al otro, acabaron venciendo el
alcohol, las infidelidades y los mutuos reproches.
Amy miró el
reloj situado en el panel de instrumentos e hizo una nueva marca con el lápiz
sobre la carta aeronáutica, abierta sobre el asiento vacío del copiloto. Cuando
despegó esa mañana de Square's Gate, en Blackpool, era plenamente consciente de
que la brújula no funcionaba del todo bien, pero había confiado en poder volar
en visual por debajo de la capa de nubes durante al menos parte del recorrido,
que conocía como la palma de su mano. No era la primera vez que llevaba un
avión al aeródromo de la RAF en Kidlington, al norte de Oxford, y eso le había
hecho, ahora se daba cuenta, excederse en su confianza. Lo cierto era que no
tenía demasiadas esperanzas de encontrarse en el punto que acababa de señalar
en la carta, ni forma de comprobarlo que no pasara por arriesgarse a bajar
entre las nubes para estrellarse, quizá, contra una montaña o contra cualquier
otro obstáculo, o romper el silencio de radio y pedir que alguien le diera
vectores, lo que podía convertirla en blanco de algún caza alemán que anduviese
por ahí arriba, en búsqueda de una presa tan apetecible, por lo vulnerable,
como lo era su Oxford, lento y desarmado. Todo un dilema, pero tarde o temprano
iba a tener que decidirse porque el combustible se le estaba terminando. Había
previsto estar poco más de hora y media en el aire y, sin embargo, llevaba ya
más de cuatro. Las últimas dos las había pasado dando vueltas, esperando a que
se abriera algún hueco entre las nubes para poder descender y orientarse.
De repente
escuchó una voz en sus auriculares. Alguien llamaba a un avión desconocido
pidiendo la contraseña del día. Por la claridad con la que había recibido la
transmisión, ese alguien no estaba muy lejos y, por lo tanto, ese avión
desconocido bien podía ser el suyo. Amy contestó con su indicativo y la clave
que había apuntado el día anterior, cuando se hizo cargo del Oxford en
Prestwick, Escocia, pero al parecer la habían cambiado ya y había dejado de ser
válida. Maldita sea. La voz volvió a solicitar la contraseña, avisando en tono
no demasiado cortés de que abrirían fuego en caso de no recibirla. Era
imposible que la vieran desde tierra, seguramente lo único que tenían para
localizarla era el sonido de sus motores, pero no se podía descartar que la
artillería antiaérea acabara acertándole, aunque fuera de casualidad. Amy se indignó.
Con qué gusto le diría a ese tipo quién era ella para bajarle los humos, pero
además de una infracción de las ordenanzas sería una tontería: también podía
decir que era la Reina de Inglaterra, otra cosa es que la creyeran. Amy repitió
la única contraseña que tenía y esta vez no obtuvo respuesta. En algún lugar,
seguramente próximo, una o más baterías disparaban sus obuses a través de las
nubes intentando derribarla. Lo que acababa de pasar descartaba la posibilidad
de pedir un vector hacia el aeródromo más próximo. No sólo no iban a dárselo,
sino que en todo caso lo utilizarían para enviar contra ella a un par de
Spitfires. Mejor evitarlo. Teniendo en cuenta a lo que se estaban enfrentando un
día sí y otro también, los pilotos de caza de la RAF tenían por costumbre
disparar antes y preguntar después. Mientras Amy buscaba a través del
parabrisas, cada vez más preocupada, las negras nubecillas que indicarían los
disparos de la artillería, el motor derecho empezó a ratear por falta de
combustible. Su situación era ya desesperada, no le quedaba otra que abandonar
el avión y saltar en paracaídas, aunque no tuviera ni la menor idea de dónde
iba caer. Nunca había saltado. La perspectiva de tener que hacerlo ahora consiguió
lo que no habían podido hacer ni las turbulencias ni las amenazas de los
artilleros. Sintió que se le encogía el estómago de puro pánico. No pasa nada, Amy, se dijo a sí misma
mientras, con manos temblorosas, se soltaba los atalajes que la sujetaban al
asiento y se quitaba los auriculares. Todos
los días salta gente en paracaídas y casi todos se salvan.
El motor
derecho se paró mientras el izquierdo empezaba ya a carraspear. Al mirar hacia
él descubrió, más allá, la silueta de un globo cautivo entre las nubes. Ese
tipo de globos, que parecían dirigibles pequeños y rechonchos, estaban unidos a
tierra por cables de acero que podían cortar los planos de un avión como si
fueran de mantequilla, constituyendo una protección simple pero bastante eficaz
contra los bombarderos enemigos. La visión del aerostato le insufló los ánimos
que necesitaba: estaba sobre tierra firme, cerca de alguna instalación en la
que habría personas que podrían prestarle ayuda. Sin perder un segundo más,
sujetó los cuernos con los atalajes del asiento y abandonó la cabina en
dirección a la puerta, agarrándose a los asientos de los pasajeros para no
perder el equilibrio. Poco después se encontraba flotando entre las nubes.
Cuando por
fin salió de entre la gris espesura el corazón le dio un vuelco. No había
tierra bajo sus pies, solamente un mar oscuro y hostil. Aunque no tuvo más que
unos instantes para mirar a su alrededor, pudo atisbar la orilla, no muy
lejana, y un pueblo con puerto protegido por dos espigones. Le resultaba familiar,
podría ser Herne Bay, pero eso significaría que se encontraba sobre el estuario
del Támesis, a más de 100 millas al este de Kidlington, ¿tanto se había
desviado? El globo que había visto iba sujeto a un barco, que formaba parte de
un pequeño convoy que se dirigía hacia el mar con cautela, bajo la protección
de las baterías costeras. Oh, Dios, allá
vamos..., pensó mientras apretaba los dientes, intentando prepararse para
el impacto contra el agua, pero eso no fue nada comparado con el frío glacial
que la envolvió mientras se sumergía.
Amy se
debatió intentando librarse del paracaídas, con las manos cada vez más
entumecidas, al tiempo que tiraba de la cuerda adosada al cartucho de CO2
que inflaría su chaleco salvavidas. Cuando lo consiguió, pataleó con fuerza
hacia la superficie, luchando para contener la respiración todavía un poquito
más. La primera bocanada de aire que aspiró, nada más sacar la cabeza, pareció
congelarle los pulmones. Una ola le pasó por encima y no pudo evitar tragar
agua. Amy chapoteó mientras tosía. El uniforme y las botas empapados parecían
tener más posibilidades de vencer en su intento por arrastrarla hacia el fondo
que el chaleco en el de mantenerla a flote.
Un barco
venía navegando hacia ella, un pequeño remolcador que se había separado del
convoy que había atisbado justo antes de caer al mar. Varios marineros estaban
asomados por la borda, extendiendo las manos en su dirección. Amy gritó.
-
¡Dense prisa, por favor, dense prisa!
Alguien le
arrojó una soga. Amy intentó nadar para alcanzarla, pero apenas sentía ya las
manos ni ninguna otra parte de su cuerpo. El frío la estaba paralizando, las
fuerzas la abandonaban. El barco viró por delante de ella, tan cerca que pudo
distinguir perfectamente su nombre, HMS
Haslemere, pintado sobre la popa, bajo la Union Jack que aleteaba colgada
de un pequeño mástil. La corriente los estaba arrastrando hacia un banco de
arena. En la cubierta alguien exclamó “¡Noooo, parad, parad!”. El barco cabeceó
y Amy vio las hélices asomar un instante por encima de la superficie, girando
con muchísima fuerza antes de volver a introducirse del todo bajo el agua. La aviadora
se sintió arrastrada hacia ellas, incapaz de resistir la succión. Cerró los
ojos...
... y
entonces, contra el telón de sus párpados, vio la cara de su padre, feliz y orgulloso
después de contarle que había conseguido trabajo en un bufete de abogados de
Londres, tanto tiempo atrás. La de su madre, triste y resentida, cuando se
enteró de que no les había invitado a su boda con Jim porque se avergonzaba de
su aspecto y de su forma de hablar tan pueblerina, aunque Amy se mintiera a sí
misma diciéndose que lo hacía por protegerlos. La de su hermana Irene, con la misma
expresión extraña que tenía la última vez que la vio, antes de que se suicidara.
La de su otra hermana, Molly, en cuya casa había pasado la última noche y de
quien se había despedido sonriente, tan sólo unas horas antes. Vio a Jim, su exmarido,
con su pinta de adolescente canalla que la había cautivado desde la primera vez
que lo vio. A Jack, su mecánico y mentor durante años, con su mono manchado de
grasa y una paternal sonrisa en los labios. Después se desvanecieron los
rostros y no hubo más que frío y oscuridad, el sonido de los motores del remolcador
retumbando en sus oídos y luego simplemente la nada.
En ese vacío navegó
sin noción alguna del tiempo, experimentando un agradable aletargamiento que
nada tenía que ver con el que le habían provocado las aguas heladas del Támesis
vertiéndose en el aún más gélido Mar del Norte, en una especie de sueño del que
sólo despertó cuando escuchó cómo alguien la llamaba por su nombre.
- Ven, Amy, ven.
Si algún
miedo conservaba, aquella voz lo hizo desaparecer por completo junto con todos
sus malos recuerdos, sus frustraciones y sus remordimientos. Supo que todo iba
a ir bien, que ya no estaba perdida ni tampoco estaba sola.
- Ven, Amy, ven.
Era la voz de
Amelia.
Bravo
ResponderEliminarEs la segunda vez que lo leo y me vuelvo a emocionar... Gracias Darío!
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