miércoles, 11 de diciembre de 2019

Amy


Decididamente, no hacía un buen día para volar, aunque teniendo en cuenta que era 5 de enero lo raro habría sido lo contrario. Densas nubes preñadas de nieve cubrían el cielo de Inglaterra de un extremo al otro y, en aquellos escasos rincones en donde no lo hacían, reinaba la niebla. Fuertes turbulencias sacudían su bimotor Airspeed Oxford, alzándolo y dejándolo caer como si fuera un bote de remos atrapado en una galerna, debatiéndose de ola en ola y amenazando con lanzar por la borda a su patrón. Amy sonrió, recordando alguna jornada de pesca con su padre cuando era pequeña. Probablemente aquellas salidas al mar le habían endurecido el estómago, que no se le alteraba ni siquiera en días mucho peores que este, y no había duda de que los había conocido.
Pronto haría once años de su vuelo entre Londres y Darwin con una pequeña De Havilland Moth, pintada de verde y blanco, a la que había bautizado Jason, una hazaña que había convertido a una simple secretaria en una de las mujeres más conocidas en todo el Imperio Británico. Durante aquel viaje, ya legendario, había cruzado cordilleras cuyos picos se alzaban muy por encima de la máxima altura a la que podía volar su humilde polilla, se había enfrentado a tormentas de arena sobre el desierto y a tempestades de lluvia sobre la selva y el mar, a situaciones límite que le habían obligado a hacer aterrizajes forzosos entre dunas y pedregales, entre árboles o en plantaciones de azúcar y hasta en un campo de fútbol en Rangún. Más de una vez, con o sin ayuda, había tenido que realizar reparaciones improvisadas en el avión, que llegó a Australia con su entelado cubierto de parches, remiendos e incluso varias tiras de esparadrapo, que era lo único de lo que disponía cuando se le rasgó un plano en la isla de Java, pero nada los había detenido ni a Jason ni a ella. En aquellos días le habían preguntado frecuentemente qué le empujaba a hacer algo semejante, por qué se lanzaba a correr tales riesgos, impropios de una mujer. Nunca había sabido bien qué responder, prefiriendo encogerse de hombros a enredarse en explicaciones, hasta que un día escuchó a su amiga Amelia contestar a esas mismas preguntas con un “porque quiero”, sonriendo al periodista que las hacía entre burlona y desafiante. La respuesta era tan absolutamente perfecta, y tan cómica la expresión del reportero al recibirla, que Amy no podía dejar de reírse cada vez que se acordaba.
Cómo echaba de menos a Amelia. Habían pasado más de dos años desde su desaparición y seis desde la última vez que se habían visto, aunque nunca habían cesado de estar en contacto la una con la otra mientras Amelia estuvo con vida. Cómo olvidar aquellos días que pasaron juntas en Nueva York, en el verano de 1933, tras la travesía del Atlántico que Amy había hecho con Jim en el Seafarer...
Todo había ido razonablemente bien mientras volaban sobre el océano, Jim y ella turnándose a los mandos del De Havilland Dragon, luchando contra vientos contrarios hasta que alcanzaron la costa este de los Estados Unidos. Ahí fue donde empezaron los problemas. Amy estaba convencida de que no tenían suficiente combustible como para alcanzar Nueva York y que debían aterrizar en Boston para repostar, pero Jim se había negado en redondo, insistiendo en que podían conseguirlo. En esos momentos era él quien ocupaba el asiento del piloto y por tanto la decisión era suya, pero Amy no paró de observar con preocupación, por encima de su hombro, cómo las agujas que indicaban la cantidad restante en cada depósito iban aproximándose al cero mientras, al otro lado de la ventanilla, el sol parecía desplomarse sobre el horizonte. Ya era noche cerrada cuando divisaron las luces del aeropuerto de Stradford, todavía a un centenar de kilómetros de su destino previsto, y Jim admitió de mala gana que Amy había tenido razón. Hasta cinco veces intentó aterrizar, pero aquella pista era demasiado pequeña, la iluminación insuficiente y los dos se encontraban totalmente agotados después de más de 24 horas de vuelo. Al final se pasaron la pista y acabaron estrellándose en una zona pantanosa que había un poco más allá. Por fortuna, ambos pudieron salir de los restos del malogrado Seafarer por su propio pie, aunque con cortes y magulladuras por todo el cuerpo. Apenas habían terminado de curarles en el hospital cuando el rostro pecoso de Amelia asomó por la puerta de la habitación. No hizo falta darle detalles de lo sucedido: una mirada cruzada con Amy mientras Jim, esquivo, volvía la suya hacia la pared, le dijo cuanto necesitaba saber acerca del incidente. Durante las siguientes semanas, luciendo aún aparatosos vendajes, Jim y Amy concedieron entrevistas, hicieron algo de turismo e incluso visitaron la Casa Blanca, y en todo ese tiempo Amelia y su marido estuvieron siempre disponibles para acompañarlos o para facilitarles gestiones. Cuando Jim se hartó de todo aquello compró billetes para regresar a Inglaterra en barco, pero Amy le hizo devolver el suyo. Prefería quedarse allí un tiempo. "¿Por qué?" "Porque quiero." Aún permanecerían dos años más casados, pero aquel “porque quiero” había sido el comienzo de la cuesta abajo, un descenso que se había hecho aún más vertiginoso a causa de las cada vez más frecuentes borracheras de Jim. En aquella lucha entre egos tan grandes como los suyos, dos pilotos compitiendo constantemente y batiéndose récords el uno al otro, acabaron venciendo el alcohol, las infidelidades y los mutuos reproches.
Amy miró el reloj situado en el panel de instrumentos e hizo una nueva marca con el lápiz sobre la carta aeronáutica, abierta sobre el asiento vacío del copiloto. Cuando despegó esa mañana de Square's Gate, en Blackpool, era plenamente consciente de que la brújula no funcionaba del todo bien, pero había confiado en poder volar en visual por debajo de la capa de nubes durante al menos parte del recorrido, que conocía como la palma de su mano. No era la primera vez que llevaba un avión al aeródromo de la RAF en Kidlington, al norte de Oxford, y eso le había hecho, ahora se daba cuenta, excederse en su confianza. Lo cierto era que no tenía demasiadas esperanzas de encontrarse en el punto que acababa de señalar en la carta, ni forma de comprobarlo que no pasara por arriesgarse a bajar entre las nubes para estrellarse, quizá, contra una montaña o contra cualquier otro obstáculo, o romper el silencio de radio y pedir que alguien le diera vectores, lo que podía convertirla en blanco de algún caza alemán que anduviese por ahí arriba, en búsqueda de una presa tan apetecible, por lo vulnerable, como lo era su Oxford, lento y desarmado. Todo un dilema, pero tarde o temprano iba a tener que decidirse porque el combustible se le estaba terminando. Había previsto estar poco más de hora y media en el aire y, sin embargo, llevaba ya más de cuatro. Las últimas dos las había pasado dando vueltas, esperando a que se abriera algún hueco entre las nubes para poder descender y orientarse.
De repente escuchó una voz en sus auriculares. Alguien llamaba a un avión desconocido pidiendo la contraseña del día. Por la claridad con la que había recibido la transmisión, ese alguien no estaba muy lejos y, por lo tanto, ese avión desconocido bien podía ser el suyo. Amy contestó con su indicativo y la clave que había apuntado el día anterior, cuando se hizo cargo del Oxford en Prestwick, Escocia, pero al parecer la habían cambiado ya y había dejado de ser válida. Maldita sea. La voz volvió a solicitar la contraseña, avisando en tono no demasiado cortés de que abrirían fuego en caso de no recibirla. Era imposible que la vieran desde tierra, seguramente lo único que tenían para localizarla era el sonido de sus motores, pero no se podía descartar que la artillería antiaérea acabara acertándole, aunque fuera de casualidad. Amy se indignó. Con qué gusto le diría a ese tipo quién era ella para bajarle los humos, pero además de una infracción de las ordenanzas sería una tontería: también podía decir que era la Reina de Inglaterra, otra cosa es que la creyeran. Amy repitió la única contraseña que tenía y esta vez no obtuvo respuesta. En algún lugar, seguramente próximo, una o más baterías disparaban sus obuses a través de las nubes intentando derribarla. Lo que acababa de pasar descartaba la posibilidad de pedir un vector hacia el aeródromo más próximo. No sólo no iban a dárselo, sino que en todo caso lo utilizarían para enviar contra ella a un par de Spitfires. Mejor evitarlo. Teniendo en cuenta a lo que se estaban enfrentando un día sí y otro también, los pilotos de caza de la RAF tenían por costumbre disparar antes y preguntar después. Mientras Amy buscaba a través del parabrisas, cada vez más preocupada, las negras nubecillas que indicarían los disparos de la artillería, el motor derecho empezó a ratear por falta de combustible. Su situación era ya desesperada, no le quedaba otra que abandonar el avión y saltar en paracaídas, aunque no tuviera ni la menor idea de dónde iba caer. Nunca había saltado. La perspectiva de tener que hacerlo ahora consiguió lo que no habían podido hacer ni las turbulencias ni las amenazas de los artilleros. Sintió que se le encogía el estómago de puro pánico. No pasa nada, Amy, se dijo a sí misma mientras, con manos temblorosas, se soltaba los atalajes que la sujetaban al asiento y se quitaba los auriculares. Todos los días salta gente en paracaídas y casi todos se salvan.
El motor derecho se paró mientras el izquierdo empezaba ya a carraspear. Al mirar hacia él descubrió, más allá, la silueta de un globo cautivo entre las nubes. Ese tipo de globos, que parecían dirigibles pequeños y rechonchos, estaban unidos a tierra por cables de acero que podían cortar los planos de un avión como si fueran de mantequilla, constituyendo una protección simple pero bastante eficaz contra los bombarderos enemigos. La visión del aerostato le insufló los ánimos que necesitaba: estaba sobre tierra firme, cerca de alguna instalación en la que habría personas que podrían prestarle ayuda. Sin perder un segundo más, sujetó los cuernos con los atalajes del asiento y abandonó la cabina en dirección a la puerta, agarrándose a los asientos de los pasajeros para no perder el equilibrio. Poco después se encontraba flotando entre las nubes.
Cuando por fin salió de entre la gris espesura el corazón le dio un vuelco. No había tierra bajo sus pies, solamente un mar oscuro y hostil. Aunque no tuvo más que unos instantes para mirar a su alrededor, pudo atisbar la orilla, no muy lejana, y un pueblo con puerto protegido por dos espigones. Le resultaba familiar, podría ser Herne Bay, pero eso significaría que se encontraba sobre el estuario del Támesis, a más de 100 millas al este de Kidlington, ¿tanto se había desviado? El globo que había visto iba sujeto a un barco, que formaba parte de un pequeño convoy que se dirigía hacia el mar con cautela, bajo la protección de las baterías costeras. Oh, Dios, allá vamos..., pensó mientras apretaba los dientes, intentando prepararse para el impacto contra el agua, pero eso no fue nada comparado con el frío glacial que la envolvió mientras se sumergía.
Amy se debatió intentando librarse del paracaídas, con las manos cada vez más entumecidas, al tiempo que tiraba de la cuerda adosada al cartucho de CO2 que inflaría su chaleco salvavidas. Cuando lo consiguió, pataleó con fuerza hacia la superficie, luchando para contener la respiración todavía un poquito más. La primera bocanada de aire que aspiró, nada más sacar la cabeza, pareció congelarle los pulmones. Una ola le pasó por encima y no pudo evitar tragar agua. Amy chapoteó mientras tosía. El uniforme y las botas empapados parecían tener más posibilidades de vencer en su intento por arrastrarla hacia el fondo que el chaleco en el de mantenerla a flote.
Un barco venía navegando hacia ella, un pequeño remolcador que se había separado del convoy que había atisbado justo antes de caer al mar. Varios marineros estaban asomados por la borda, extendiendo las manos en su dirección. Amy gritó.
-                      ¡Dense prisa, por favor, dense prisa!
Alguien le arrojó una soga. Amy intentó nadar para alcanzarla, pero apenas sentía ya las manos ni ninguna otra parte de su cuerpo. El frío la estaba paralizando, las fuerzas la abandonaban. El barco viró por delante de ella, tan cerca que pudo distinguir perfectamente su nombre, HMS Haslemere, pintado sobre la popa, bajo la Union Jack que aleteaba colgada de un pequeño mástil. La corriente los estaba arrastrando hacia un banco de arena. En la cubierta alguien exclamó “¡Noooo, parad, parad!”. El barco cabeceó y Amy vio las hélices asomar un instante por encima de la superficie, girando con muchísima fuerza antes de volver a introducirse del todo bajo el agua. La aviadora se sintió arrastrada hacia ellas, incapaz de resistir la succión. Cerró los ojos...
... y entonces, contra el telón de sus párpados, vio la cara de su padre, feliz y orgulloso después de contarle que había conseguido trabajo en un bufete de abogados de Londres, tanto tiempo atrás. La de su madre, triste y resentida, cuando se enteró de que no les había invitado a su boda con Jim porque se avergonzaba de su aspecto y de su forma de hablar tan pueblerina, aunque Amy se mintiera a sí misma diciéndose que lo hacía por protegerlos. La de su hermana Irene, con la misma expresión extraña que tenía la última vez que la vio, antes de que se suicidara. La de su otra hermana, Molly, en cuya casa había pasado la última noche y de quien se había despedido sonriente, tan sólo unas horas antes. Vio a Jim, su exmarido, con su pinta de adolescente canalla que la había cautivado desde la primera vez que lo vio. A Jack, su mecánico y mentor durante años, con su mono manchado de grasa y una paternal sonrisa en los labios. Después se desvanecieron los rostros y no hubo más que frío y oscuridad, el sonido de los motores del remolcador retumbando en sus oídos y luego simplemente la nada.
En ese vacío navegó sin noción alguna del tiempo, experimentando un agradable aletargamiento que nada tenía que ver con el que le habían provocado las aguas heladas del Támesis vertiéndose en el aún más gélido Mar del Norte, en una especie de sueño del que sólo despertó cuando escuchó cómo alguien la llamaba por su nombre.
- Ven, Amy, ven.
Si algún miedo conservaba, aquella voz lo hizo desaparecer por completo junto con todos sus malos recuerdos, sus frustraciones y sus remordimientos. Supo que todo iba a ir bien, que ya no estaba perdida ni tampoco estaba sola.
- Ven, Amy, ven.
Era la voz de Amelia.

Hasta el infinito...


No hay turistas en la playa de Maspalomas, pues es ya de noche y además es temporada baja, pero sí algunos curiosos observando desde el paseo los todoterreno con sirenas en el techo, el trasiego de personal uniformado y, sobre todo, el helicóptero Aerospatiale AS 332 Super Puma posado en el parking de un hotel con las luces de posición y anticolisión encendidas. El color gris de su fuselaje lo rompen sendas bandas amarillas y las siglas S.A.R. pintadas sobre el portalón lateral. En la cola lleva una banda con la bandera de España. Un militar que viste un mono de vuelo de color anaranjado y cazadora de aviador oscura ha estado manipulando la pequeña grúa situada en el costado del aparato, pero ya ha terminado, se le ve asentir satisfecho mientras guarda sus herramientas. Un segundo hombre ataviado del mismo modo, que hace unos instantes ayudaba a cargar una camilla en uno de los vehículos de emergencias, corre hacia la aeronave. En la cabina aguardan piloto y copiloto con los cascos y los cinturones de seguridad puestos. Se disponen a salir de nuevo. Sólo falta decidir hacia dónde.
- Mi capitán, ya se hacen cargo de ellos los de Protección Civil, nos vamos cuando quieras.
- Gracias, Quique. Tomás, ¿has podido revisar la grúa, a ver por qué se atascaba en la última recogida?
- Sí, tranquilo, ya está solucionado. No creo que nos dé más problemas por ahora.
- Vale, genial. Escuchadme todos, así es como están las cosas: como sabéis en el barco quedan aún dos personas, el patrón y uno de los marineros. Con la vía de agua que tienen no llegan a mañana...
- Ni siquiera podemos estar seguros de que sigan a flote.
- Ya lo sé, Cris, con más razón aún. Con el combustible que tenemos, ¿tú dirías que podemos ir hasta allí, subirlos a bordo y regresar?
- Sí, creo que sí, pero va a ir muy justo. Lo mejor sería acercarnos antes a Gando a repostar.
- Se nos iría cerca de una hora y tú misma lo has dicho, puede que a esos dos hombres no les quede tanto tiempo. Pero yo coincido en que sí que llegamos.
-  Ojo, ten en cuenta que a la vuelta vamos a tener el viento de cara. Como no acertemos a subirles a la primera, a poco que nos liemos nos podemos quedar secos a 20 millas de la costa...
- Ése es mi miedo. Por eso no quiero decidirlo yo solo.
- Tú eres el capitán.
- No me jodas, Cris.
- Que sí, Salva, que ya lo sé. Lo mismo que tú sabes que no hace falta que me preguntes. Si es por mí vamos.
- ¿Y tú, Tomás?
- Cualquiera se raja ahora, cuando ya ha dicho que sí la teniente. No, en serio, yo también me apunto.
- Faltas tú, Quique. Tu voto debería valer por dos, que eres el que vas a bajar a por ellos, y como bien dice Cris hay que hacerlo a la primera si no queremos vernos apurados a la vuelta.
- Pues va a depender de lo escorado que nos encontremos el barco y lo que nos mueva a nosotros el viento, pero como eso no lo vamos a saber hasta que estemos allí no sé qué narices hacemos aquí hablando y perdiendo el tiempo.
- Sois los mejores, ¿lo sabéis?
- No nos hagas la pelota que mañana nos vas a invitar a comer igual.
- Eso está hecho, pero de menú, ¿eh? Venga, Cris, dale vidilla a la checklist que vamos con prisa. En cuanto estemos en el aire llama al Centro de Control y les avisas de que salimos...
Unos minutos más tarde el Super Puma vuelve a elevarse y a adentrarse en la noche rumbo oeste, perdiéndose bajo la lluvia. Durante un rato aún verán la luz del faro de Maspalomas, cada vez más tenue y más lejana. Después ya sólo negrura.

***

- Cuando usted quiera, coronel, esto ya está grabando.
- De acuerdo, ¿por dónde quiere que empiece?
- Hábleme de cómo era el capitán Ortiz cuando estaba en la Academia. Usted era su instructor de vuelo, ¿es correcto?
- Sí, así es, lo fui durante el curso de vuelo elemental. Básicamente es cuando se enseña al alumno a volar y a ejecutar las maniobras básicas. También es cuando sabemos si tiene o no madera de piloto.
- Y el capitán Ortiz la tenía, ¿verdad?
- Ya lo creo que sí, fue uno de esos cadetes que prometen desde la primera clase. Si le hubiera apurado un poco más habría sido el primero de su promoción en soltarse, pero como a mí me gusta ir sobre seguro decidí hacer una sesión más de tomas y despegues y se le adelantó un compañero, por lo que tuvo que conformarse con ser el segundo. No es que tenga mucha importancia, pero entre ellos se pican a ver quién es el primero al que le rapan la T en el cogote.
- ¿La T en el cogote, dice usted?
- Sí, es una vieja tradición. En los antiguos aeródromos de hierba había una gran letra T en el suelo, pintada de rojo y blanco, marcando la dirección habitual de la toma. Cuando un alumno se suelta, es decir, cuando vuela solo por primera vez, se le rapa una T aquí detrás para que todo el mundo sepa lo que acaba de conseguir. También es habitual echarles agua encima, o incluso tirarlos a la piscina si se tiene a mano. No hay día más feliz para ellos.
- ¿A usted también lo tiraron a la piscina, cuando su suelta?
- ¿Yo? Yo fui derecho al pilón. Pero bueno, a lo que íbamos. Le decía que Salva, que es como le llamaban sus compañeros y con el tiempo yo mismo, apuntaba muy buenas maneras en cabina y sus notas en las teóricas eran excelentes. Recuerdo que le dije que de seguir así, al acabar la formación podría pedir el destino que quisiera.
-  ¿Y cuál era, por aquel entonces?
- Pues como casi todos, reactores. Ser piloto de caza es con lo que sueñan la mayoría de cadetes. Yo mismo, antes de ir destinado a la Academia, venía de volar el F-18 en el Ala 12, en Torrejón, y claro, mis alumnos eso lo sabían, por lo que aprovechaban cualquier ocasión para tirarme de la lengua y freírme a preguntas. En aquellos días el F-18 era lo más de lo más, con todos los respetos para el Mirage F-1, pero el Ejército del Aire estaba a punto de recibir las primeras unidades de Eurofighter y no había cadete que no se imaginase a los mandos de uno. Salva no era diferente, aunque algo que le pasó antes de terminar la etapa elemental fue seguramente lo que le hizo cambiar de idea. Visto ahora, en perspectiva, fue casi premonitorio.
- Cuente usted, por favor.
- Sucedió durante un vuelo solo, en el que debía demostrar que había asimilado bien la navegación visual. Se trataba de seguir una ruta por el interior de Murcia, pasando por varios pueblos que le había señalado en la carta, para salir a Alicante y volver luego tranquilamente por la costa hasta San Javier. Los puntos de paso intermedios los iba cambiando de clase en clase y de alumno en alumno, pero a todos solía ponerles ese último tramo para que se relajasen y disfrutasen un poco del paisaje, que luego con el vuelo instrumental no tendrían casi oportunidad de ver otra cosa que la propia cabina. Lo que sucedió ese día con Salva fue que se torció la meteo. Había previsto un frente para esa noche, entrando por el Mediterráneo con viento y lluvia abundantes, pero como había margen suficiente como para completar el vuelo sin problemas le dejé salir. El caso es que el dichoso frente corría más de lo esperado y se le echó encima. Aún así podría haber llegado de sobra y aterrizar con seguridad, pero a la altura del cabo de Santa Pola, al mirar hacia el mar, vio una luz elevarse sobre el agua y destacarse un momento contra los nubarrones que cubrían todo el horizonte. Era una bengala.
"Salva lo reportó por radio, pero la tormenta venía con mucho aparato eléctrico y las interferencias empezaban a ser bastante puñeteras. Yo estaba en la torre, sentado al lado del controlador. Le escuchamos decir algo pero no se le entendía apenas nada. Cogí el micro y le ordené que metiera gas y regresase cuanto antes, porque en el radar ya estábamos viendo la que se estaba organizando, pero él tampoco nos recibía correctamente, o al menos eso es lo que siempre mantuvo... Salva sabía que una bengala sobre el mar normalmente significa que alguien está en peligro, por lo que desobedeciendo las instrucciones expresas de no apartarse más de 200 metros de la línea de costa se adentró a investigar. El viento soplaba ya con ganas, y la Tamiz que pilotaba, que es un avión pequeñito, para enseñanza, no era el mejor aparato con el que enfrentarse a un temporal, pero Salva fue para allá de todos modos. A lo lejos se divisaba algún buque grande, pero en la zona de la que le había parecido que salía la bengala no había nada de nada. Queriendo asegurarse bajó hasta 1000 pies, unos 300 metros por encima del nivel del mar. Empezaba a pensar que había sido un efecto óptico, quizá el último rayo de sol colándose entre las nubes antes de que el cielo se cubriera del todo. Ya iba a darse la vuelta cuando, entre el oleaje, distinguió el color naranja de un chaleco salvavidas. Había un hombre ahí abajo, sin duda un náufrago, y si no recibía ayuda lo más probable era que acabase ahogándose. Salva empezó a virar alrededor de su posición transmitiendo un S.O.S. en varias frecuencias, inseguro de si alguien le estaba escuchando. Nosotros le teníamos todavía en el radar, recibíamos la señal de su transponder aparentemente detenida en un punto en el que no debía estar, seis o siete millas mar adentro, y aunque no recibíamos sus transmisiones a mí al menos me quedó claro que estaba en apuros. En esos momentos teníamos un Canadair, un apagafuegos, viniendo desde Torrejón, y como aún estaba lejos de la tormenta con él sí que teníamos comunicaciones, así que el controlador contactó con ellos y les pidió que se dirigieran hacia esa zona.
"Yo no hacía más que mirar la pantalla del radar y el reloj. El controlador estaba bastante nervioso, entre la situación que tenía entre manos y supongo que también porque sentía mi aliento en la nuca. Salva ya llevaba cerca de media hora de retraso, así que llamé a mis superiores para avisar de lo que estaba sucediendo y montar el operativo de rescate, por si acababa siendo necesario. Mientras tanto mi alumno seguía dando vueltas, ahora a apenas 300 pies del agua porque cada vez había menos luz y le costaba más trabajo mantener la visual con el náufrago. Había encendido la luz de aterrizaje no tanto para ver él como para que el hombre le viera mejor desde abajo y, sabiendo que no estaba solo, siguiese peleando por mantenerse a flote. Las olas cada vez eran más altas y el viento más fuerte, y para colmo había comenzado a llover. Salva, como es normal, estaba asustado, con la mano agarrotada de tanto hacer fuerza con la palanca y el estómago revuelto por las turbulencias, que le hacían dar tremendos botes en el aire. Por si no tenía bastantes problemas, el indicador de combustible le estaba advirtiendo de que aún podía ponerse peor la cosa si no ponía pronto rumbo a la base. Hacía falta ser muy inconsciente o tener mucho valor para permanecer allí. A día de hoy puedo afirmar que era lo segundo, pero he de confesar que en esos instantes no lo tenía yo tan claro.
"Aquello debió durar como unos veinte o veinticinco minutos, que tanto a él como a nosotros, en la torre, nos parecieron horas. De repente escuchó en los cascos, alta y clara, la llamada del Canadair que ya estaba llegando. Salva les contó lo que había. Jugándose también el tipo, que de eso a los apagafuegos nadie puede darles lecciones, el piloto del Canadair atravesó la capa de nubes y, gracias a la luz de aterrizaje y las luces de posición de la Tamiz, localizó a Salva enseguida y vieron también al náufrago. Haciéndose cargo de la situación, el capitán que pilotaba el Canadair ordenó a Salva que saliese de allí echando leches. Lo último que vio Salva antes de alejarse fue cómo daban una pasada casi a ras de las olas y le arrojaban un bote autoinflable al pobre hombre. Le aclaro que fuera de la temporada de incendios los Canadair se dedican a misiones de búsqueda y rescate, por lo que van equipados para este tipo de situaciones.
"Pensará usted que para Salva ya había terminado el peligro, pero realmente no había hecho más que empezar. Él nunca había volado y mucho menos aterrizado de noche, y prácticamente ya lo era. Añádale a eso las condiciones meteorológicas y la posibilidad de quedarse sin combustible, y ya podrá imaginarse que al muchacho no le debía llegar la camisa al cuerpo, pero a pesar de todo siguió manteniendo la cabeza fría e hizo lo que tenía que hacer. Puso rumbo al litoral, subió a 3000 pies, y en cuanto pudo distinguir la costa la fue siguiendo hacia el sur. Poco después estaba lo suficientemente cerca de San Javier como para poder comunicarnos, por lo que el controlador pudo ayudarle dándole vectores para la aproximación. El aterrizaje iba a ser bastante complicado porque el viento venía cruzadísimo, casi perpendicular a la pista, y además, como le decía, aquella iba a ser su primera toma nocturna. Al principio es fácil confundirse al juzgar la altura en los últimos metros, las luces engañan mucho y él no lo había entrenado todavía, así que me cogí un walkie y me fui corriendo hasta el borde mismo de la pista, para darle indicaciones. Por el camino escuché al controlador preguntándole por el combustible, y él nos tranquilizó a todos al confirmarnos que aún le quedaba como para media hora, que no iba tan justo como pensaba. Cuando llegué ya se veía su luz de aterrizaje. Llovía de lo lindo y el aire soplaba a ráfagas arrastrando el agua casi en horizontal. No tardé en quedar calado hasta el tuétano, pero estaba tan concentrado en lo que teníamos entre manos que no me daba casi cuenta. Salva lo hizo muy bien. La primera vez entró demasiado alto y le tuve que ordenar que hiciera un motor y al aire, le dije que hiciera otro circuito y se tomase su tiempo. Al segundo intento venía mucho mejor. Yo le hablaba lo más tranquilo posible, recordándole que metiera palanca al viento y pedal contrario para contrarrestar el viento cruzado, pero aún así, cuando ya estaba a punto de tocar el asfalto, entró una racha de las fuertes y lo empezó a sacar de la pista... ¡Otra vez motor y al aire! A la tercera la Virgen de Loreto se compadeció de nosotros y el viento aflojó lo justo para permitirle hacer la toma.
- Menuda tensión…
- Como instructor me ha tocado pasar más de una, sobre todo cuando los alumnos vuelan solos, pero sin duda ésta fue de las más gordas.
- ¿Cómo acabó todo?
- Cuando llegó a la plataforma y paró el motor de la Tamiz ya estaba yo allí. Le di un abrazo y le mandé a la ducha antes de hacer el debriefing. El jefe de la Academia quiso estar también presente, y aunque se mostró comprensivo con las circunstancias y las decisiones que había tomado el chico, no quiso pasar por alto el hecho de que había desobedecido las instrucciones que tenía de no apartarse de la costa, así que le cayó un arresto.
- Vaya, uno pensaría que lo que merecía era una medalla.
- Ya, si yo comparto el sentimiento, pero también la visión de mi superior. No pueden alentarse ese tipo de conductas en un alumno, pues si se acostumbra a romper las normas y a correr riesgos cuando le parece, tarde o temprano lo pagará caro. Aunque en el caso de Salva es posible que el daño estuviese ya hecho... A la mañana siguiente se recibieron en la Academia dos mensajes para él. Uno era del piloto del Canadair, que decía literalmente "Qué cojones tienes, chaval". El otro era del propio náufrago, al que había rescatado finalmente una lancha de la Guardia Civil, quienes también pasaron lo suyo, por cierto, dándole las gracias por lo que había hecho. Se trataba de un pescador de Santa Pola, al que la tormenta había sorprendido en la pequeña motora con la que a veces salía a completar el jornal. El motor se le había parado en el peor momento y no pudo evitar que las olas le volcaran. Afortunadamente tuvo tiempo de echar mano a la bengala y el resto es como se lo he contado, o mejor dicho, como Salva me lo contó a mí. De no ser por Salva es muy posible que a aquel pescador se lo hubiese tragado el Mediterráneo, y el buen hombre era muy consciente de ello. En cuanto salió del arresto le invitó a comer un domingo en su casa, y mire usted por dónde tenía una hija de la misma edad que Salva y el resto ya se lo puede imaginar.
- ¿De verdad? ¿Hubo flechazo?
- Hubo, hubo, y también boda un par de años más tarde, en cuanto Salva recibió su despacho y los galones de teniente.
- ¡Bonita historia! Después, si le he entendido bien antes, Salva no escogió reactores como tenía pensado al principio.
- No, aunque podría haberlo hecho, porque como era de esperar fue de los primeros de su promoción. Sin embargo parece que se le había quedado grabada la imagen del Canadair lanzando el bote al que pronto sería su suegro. Salva quiso ir al Grupo 43, los Apagafuegos.

***

Es más de medianoche y la oscuridad reina sobre el Atlántico, que se remueve inquieto, casi furioso, bajo las nubes cargadas de lluvia. En el espacio azotado por el viento que queda entre ellas y el océano, el parpadeo de sus luces de posición delata el avance decidido del helicóptero del S.A.R. Aquí y allá, dispersos sobre esa negra inmensidad que constituye el único paisaje, los tripulantes de la aeronave distinguen de vez en cuando otros destellos de presencia humana, navíos que surcan esas aguas de una costa a otra como han venido haciendo desde los días de Cristobal Colón, o quizá incluso desde antes. Un relámpago rasga de repente las tinieblas y por unos instantes es posible ver las olas que en número incontable los rodean por todas partes, recordándoles lo lejos que están de la seguridad de la tierra firme y lo indefensos que quedarían si, por azar, las aspas que giran constantes sobre sus cabezas dejaran de hacerlo. Lo cierto es que llevan tanto tiempo entregados a su profesión que no suelen pensar en ello, o no al menos cuando se encuentran en mitad de una misión. Saben que más adelante, pero no mucho más, hay personas esperando escuchar el sonido de sus motores, personas que corren un peligro inminente y que requieren socorro. Ésa es toda la razón que necesitan para estar donde están y hacer lo que están haciendo.
- Cris, sigue intentando contactar otra vez con el barco, ya deberían estar dentro de nuestro alcance.
- San Nicolás de COTOS-10, ¿me recibe, San Nicolás? San Nicolás de COTOS-10, respondan, por favor. Salva, esto tiene mala pinta...
- La corriente puede haberlos arrastrado bastante desde la última posición que tenemos, como no consigamos unas coordenadas actualizadas va a ser muy difícil dar con ellos en estas condiciones. Anda, prueba con el Meteoro, el patrullero de la Armada que venía para acá, a ver si tienen algo, y si no llama al Centro de Control otra vez. Quique, Tomás, ¿todo listo ahí atrás?
- ¡Afirmo, todo listo!
- Meteoro de COTOS-10, adelante, Meteoro.
- COTOS-10 de Meteoro, os recibimos. ¿Estáis otra vez de vuelta?
- Afirmo, Meteoro, nos encontramos a 25 millas de la última posición que tenemos del San Nicolás, pero no conseguimos contactar por radio. ¿Los tenéis vosotros?
- Los hemos perdido hace cosa de 10 minutos, parece que estaban a punto de evacuar, os paso las últimas... Esperad, manteneos a la escucha.
- Vaya, ya podían haber enviado las coordenadas antes de...
- COTOS-10 de Meteoro, acaba de encenderse la radiobaliza del San Nicolás, van coordenadas...
- Recibido, Meteoro, ¿cuál es vuestro ETA?
- Más de una hora, COTOS-10. ¿Podéis recogerlos vosotros o al menos quedaros en la zona hasta que lleguemos?
- Negativo a lo de quedarnos, no llevamos combustible para eso. Vamos a intentar subirlos, estaremos en contacto.
- De acuerdo, COTOS-10, buena suerte.
- Salva, he metido las coordenadas en el GPS. Vira a 251, los tenemos a 19 millas.
- Perfecto. ¿Qué viento tenemos ahora mismo?
- Calcula entre 25 y 30 nudos con rachas de 45-55, viniendo de rumbo 85.
- Va a estar dificilillo, ¿eh? Déjalo, no me contestes.
Salva le lanza a su compañera una sonrisa que pretende ser tranquilizadora. En la penumbra reinante en la cabina del Super Puma apenas puede distinguir su expresión, su rostro iluminado apenas por el brillo tenue de los instrumentos, pero le parece que ella se la devuelve.

***

- Capitán Recio, usted fue compañero del capitán Ortiz en el Grupo 43...
- Sí, así es. Entonces éramos los dos tenientes. Cuando yo llegué destinado al 43 él llevaba ya un par de años como comandante en el CL-215T, y a mí me asignaban a menudo como su copiloto. Nos llevábamos muy bien y en vuelo nos compenetrábamos de maravilla, así que procurábamos coincidir siempre que era posible.
- ¿Cuál fue su misión más difícil juntos?
- Hubo varias, pero una en particular no se me irá jamás de la memoria. Aquel año, hablamos del verano de 2007, los peores incendios los tuvimos en Canarias. Arrasaron miles de hectáreas y hubo que trabajar de lo lindo, con situaciones de lo más peliagudas. Aquel día estábamos en Gran Canaria, operando en una zona muy escarpada, llena de barrancos, a la que costaba mucho acceder por tierra y donde los helicópteros estaban teniendo muchos problemas por culpa de las turbulencias, así que nosotros estábamos a destajo, dándolo todo como se suele decir. En cada salida hacíamos todas las descargas que podíamos antes de volver a repostar combustible, y no hacíamos más porque los embalses que teníamos más cerca no eran lo bastante grandes como para que pudiésemos tomar con seguridad, lo que nos obligaba a salir al mar para llenar los depósitos.
"Después de llevar así todo el día, bueno, varios días seguidos en realidad, a última hora de la tarde nos avisa el director de extinción, un ingeniero de montes que coordinaba los trabajos de las distintas unidades que estábamos interviniendo, de que uno de los retenes había pedido ayuda urgente por radio porque les estaba rodeando el fuego y no veían escapatoria. Justo acababan de irse los otros dos aviones que estaban con nosotros y ya no estaba previsto que volvieran, y nosotros mismos pensábamos lanzar un par de descargas más donde nos dijeran y marcharnos a Gando. Total, que no había nadie más, si alguien podía hacer algo esos éramos nosotros. Siguiendo las indicaciones que nos daban desde el centro de mando, localizamos el cañón por el que estaban intentando salir los del retén. El problema era que por una de las laderas era casi imposible que subieran, demasiado empinada, y por la otra estaba bajando ya el fuego, así que sólo podían salir por uno de los extremos, que terminaba en una zona rocosa en la que podrían ponerse a salvo hasta que fueran a rescatarlos. En un momento dado habían tenido que dejar los vehículos porque el terreno era demasiado accidentado, así que iban a pie, corriendo todo lo que podían. Pudimos contactar por radio con el jefe del retén, que nos explicó con el poco aliento que le quedaba que ya casi habían llegado, pero que el fuego iba más deprisa que ellos, pensaba que no lo iban a conseguir a no ser que pudiéramos colocar una o dos descargas en la parte baja de la ladera, hacia el final del cañón. Él sabía tan bien como nosotros que con eso no íbamos a apagar el fuego ni mucho menos, pero quizá sí que pudiésemos reducir su avance el tiempo justo para que ellos pudieran pasar por ahí.
"A todo esto la visibilidad era muy reducida a causa de la humareda, y en el fondo del cañón, que ya estaba en sombras, era imposible ver nada. Bajamos todo lo que pudimos, tanto que veíamos las llamas desde abajo, parecían correr por la ladera hacia nosotros, una cosa espeluznante, y eso que estábamos acostumbrados. Salva sudaba como un condenado sujetando los cuernos con las dos manos mientras yo le ayudaba con la gestión de los motores y Paco, el mecánico de vuelo, que iba en el medio detrás de nosotros, se encargaba de los flaps. El avión iba zarandeándose a lo bestia por todo el aire caliente que teníamos moviéndose a nuestro alrededor, una auténtica pesadilla. En ese momento aún distinguíamos más o menos el punto en el que queríamos soltar, a donde el fuego ya estaba llegando. Al jefe del retén dejamos de oírlo y nos temimos lo peor, pero había que seguir adelante. Soltamos la carga y metimos potencia a tope para salir del desfiladero. "¡Dale más, dale más!" me decía Salva, sin darse cuenta de que ya había empujado las palancas de gases hasta el final. Cuando nos elevamos y viramos para ver de nuevo el objetivo nos dimos cuenta de que apenas habíamos causado efecto alguno. El calor era tan intenso que el agua se evaporaba en su mayor parte antes de llegar al suelo, a pesar del retardante que le metemos. Nos quedaba el otro depósito, algo más de 2.500 litros, así que nos preparamos para otra pasada.

"Ahora ya sí que no se veía nada de nada, la humareda era tremenda, y maniobrar en esas condiciones por ese lugar tan angosto era de locos. A punto estuvimos de abortar, era demasiado peligroso, pero en ese instante escuchamos de nuevo al jefe del retén intentando decirnos algo entre toses. Lo único que le entendimos fue un "vamos", pero de fondo escuchamos los gritos de sus compañeros. Me acuerdo de que miré a Salva, Salva me miró a mí y ninguno de los dos dijo nada, realmente es que no había nada que decir, aunque con el rabillo del ojo vi que Paco se santiguaba. Salva se metió entre el humo contando los segundos en voz alta para calcular cuándo lanzar mientras yo le iba cantando las lecturas del altímetro. Si hubiera tenido tiempo para pensar se me habría helado la sangre, porque bajamos 100 o 150 pies más que en la primera pasada. Soltamos, volvimos a meter gases a fondo y nos fuimos para arriba, cada uno rezando lo que sabía. Lo siguiente que escuchamos fue otra voz en los cascos, no la del jefe del retén, que luego supimos que había perdido el conocimiento y lo habían tenido que sacar a rastras los últimos metros, sino de uno de los miembros de su equipo. Habían pasado.

- Madre mía, qué barbaridad. Por un momento me ha parecido estar viendo aquella película de Spielberg, "Always", me parece que se titulaba...
- Todos hemos visto esa película al menos una vez, no hay tantas en las que los apagafuegos sean protagonistas. De hecho, después de esto que le acabo de contar, a Salva le dio un tiempo por llamarme Dorinda.
- Ah, qué gracioso, ése era el personaje que hacía…
- Sí, hombre, Holly Hunter, es la actriz que ganó el Óscar por “El Piano”.
- Me lo apunto para verla otra vez. Por cierto, me ha dicho usted que esto fue en el verano de 2007. Según mis notas en ese mismo año el capitán Ortiz salió del Grupo 43.
- Eso es, ¡fue el fin de nuestra sociedad particular! Cuando acabó la temporada de incendios y pudimos disfrutar por fin de un permiso largo, Salva decidió llevarse a la familia precisamente allí, a Gran Canaria. Tanto a Marina, su mujer, como a él, les encantó la isla, pero el tema es que ella llegó a aquellas vacaciones embarazada de ocho meses y el parto se le adelantó. Su hija María nació allí  y a los dos les pareció, no sé, como una señal. Marina es profesora de secundaria y pidió el traslado, mientras que Salva solicitó destino en el escuadrón 802. Al principio empezó pilotando los F-27, pero después hizo el curso de helicópteros y pasó a volar en los Super Puma. Salva llevaba el S.A.R. en el corazón desde la Academia, no sé si le han contado cómo conoció a su mujer.

***

Al principio no encuentran al San Nicolás en las coordenadas que les ha hecho llegar el Meteoro. Seguramente, desde que las enviaron, la corriente los ha seguido desplazando. No pueden estar muy lejos, pero encontrarlos puede ser muy complicado. El hecho de que la radiobaliza se haya encendido, bien de forma automática al quedar sumergida o bien activada por los dos últimos ocupantes del barco antes de abandonarlo definitivamente, significa que hay muchas probabilidades de que el San Nicolás se encuentre ya bajo las frías aguas del Atlántico.
El reflector situado en el morro del Super Puma barre la superficie del océano iluminando la cresta blanca de las olas. Si no han dado con ellos en los próximos cinco minutos tendrán que abandonar la búsqueda y dejar a aquellos hombres a su suerte, por mucho que les pese, hasta que puedan reanudarse las labores de rescate con la luz del día. Es entonces cuando ven el destello verde de una bengala. Salva experimenta una fuerte sensación de déjà-vu. Por un instante vuelve a ver al bueno de su suegro sentado a la mesa frente a él, empeñado en darle la mano una y otra vez, y a Marina, a la que acababa de conocer, sonriéndole como Kelly McGuillis a Tom Cruise en "Top Gun".
- ¡Mira, mira, ahí está el barco, apenas asoma un poco la proa!
- ¿Los ves a ellos, Cris, los ves?
- ¡A las dos en punto! -grita Quique desde el portalón abierto en el lateral del helicóptero, por el que se cuela la lluvia empapando al rescatador y a su compañero Tomás, que opera la grúa - ¡Están en el agua, parece que han perdido el bote!
- Justo lo que me temía -le dice Salva a su copiloto-. Ahora sí que no podemos dejarles ahí si tenemos forma de evitarlo.


 Mantener un helicóptero con más de 5.000 kilos de peso en vuelo estacionario sobre un punto no es complicado para un piloto con un entrenamiento normal. Hacerlo con 30 nudos o más de viento racheado, bajo la lluvia, en mitad de la noche, sobre una superficie tan inestable como un mar encrespado, sin más referencias visuales que el cambiante círculo de luz arrojado por el proyector, y con una persona descolgándose por un costado sujeta a un cable de acero... Eso sólo está al alcance de los mejores, y ni siquiera ellos pueden hacerlo solos. Salva tiene que concentrarse en los instrumentos para mantener el Super Puma nivelado a una altura constante, no puede permitirse el lujo de mirar fuera de la cabina, por lo que tiene que confiar ciegamente en las instrucciones que le dan Cris y también Tomás, que con medio cuerpo fuera del helicóptero va controlando el descenso de su compañero Quique en busca de los dos náufragos.
- Adelante un poco, un poco más, para ahí, a la derecha ahora, vale, vale, mantenlo ahí, intenta mantenerlo... ¡Para, para, para!


Salva maldice por lo bajo. Una súbita ráfaga de viento que no ha tenido tiempo de compensar les ha desplazado varios metros, vuelta a empezar. Cuando recuperan la posición y Quique tiene ya casi a su alcance a uno de los dos marinos, una ola se estrella violentamente contra el rescatador dejándolo sin resuello. Unos metros más arriba Tomás deja escapar un sonoro taco, pero su compañero ha recobrado ya un cierto equilibrio y le hace señales con el brazo para que siga bajándole. Los dos náufragos intentan nadar hacia él con todas sus fuerzas, pero uno de ellos, seguramente el más mayor, se está quedando rezagado.
- ¡Ya tiene al primero! – exclama Tomás.
- ¡Súbelos, vamos!
- ¡Me dice que espere, va a intentar enganchar al otro a la vez! ¡Retrocede, retrocede un poco!
- Ya va, ya va… Cris, cómo vamos.
- Justos, muy justos.
- Quique, date prisa, por tu padre…
- ¡Arriba, arriba, los tenemos!
Salva mete un poco de potencia y el Super Puma se eleva algunos metros, lo suficiente para que las olas dejen de golpear a los tres hombres cuya vida pende literalmente de un cable, pero no tanto como para que en caso de caída de alguno de ellos pueda resultar herido. Al principio el viento los hace girar y bambolearse, pero a medida que la distancia entre ellos y el helicóptero se va reduciendo el ascenso se hace un poco más sencillo. En cuanto están a la altura del portalón Tomás les ayuda a subir a bordo uno a uno. El más mayor, seguramente el patrón, se desploma sobre el suelo completamente exhausto. El otro conserva fuerzas suficientes como para darles las gracias. Para cuando entra Quique el Super Puma está ya en movimiento. En la cabina Salva y Cris actualizan sus cálculos. La copiloto niega con la cabeza, ahora está segura. No les queda combustible como para regresar a Gran Canaria, no con ese temporal soplándoles en la cara.

***

El periodista revisó lo que llevaba escrito hasta ahora para el artículo. Sólo le faltaba completar los detalles de la última misión del capitán Ortiz y su tripulación. Lo que había aparecido en los medios, cuando la noticia estaba caliente, era un tanto confuso e incluso contradictorio. Algunos se apresuraban a sugerir que el piloto había cometido una negligencia al lanzarse a ese último rescate sin combustible suficiente como para regresar. Otros lo veían como un acto de valor, pero él quería saber la verdad, no basarse en las opiniones de otros que, casi con total seguridad, tenían tan poca experiencia aeronáutica como él mismo. Le parecía importante hacerlo bien, y si para ello el artículo se tenía que quedar fuera del próximo dominical pues que así fuera, ya saldría la semana siguiente por mucho que se mosqueara el director. Lo de menos era que tuvieran la portada hecha, ya la aprovecharían después.
Cuando llegó a la terminal del aeropuerto de Gran Canaria encontró a una joven sargento del Ejército del Aire esperándole para acompañarle a la parte militar de las instalaciones, que eran compartidas por AENA y el Ejército como era habitual en otros aeropuertos españoles. Veinte minutos más tarde, tras saludar al jefe del Escuadrón 802, se encontraba sentado en una pequeña sala de reuniones, con un café y unas pastas bastante decentes sobre la mesa, esperando a que llegaran las personas a las que había venido a entrevistar. Acababa de sacar de su bolsa de mano la grabadora y su anticuado pero efectivo bloc de notas cuando alguien llamó a la puerta con los nudillos. Los dos militares que entraron se presentaron como el capitán Ortiz y la teniente Rodríguez.
- Me alegro de verles por fin cara a cara. Llevo cuatro días sin parar de oír hablar de ustedes.
- Estrellas por un día, seguro que se pasa enseguida –contestó sonriendo el capitán Ortiz mientras le estrechaba la mano-.
- Bueno, yo intentaré que les dure por lo menos otra semana. ¿Podrían contarme cómo transcurrió el rescate del San Nicolás, hace ahora justo quince días?
El capitán y la teniente se fueron turnando para narrar lo acontecido desde que un F-18 del Ala 46 avistó por primera vez el barco en apuros, hasta que el Super Puma con indicativo de llamada COTOS-10 alcanzó por segunda y última vez la zona del siniestro. Hasta ahí tenía más o menos claros los hechos, pero le faltaba conocer sobre todo la última parte, lo que pasó una vez que tuvieron a bordo a los dos tripulantes que no habían podido llevarse en el primer viaje.
- En ese momento se dan ustedes cuenta de que se van a quedar sin combustible antes de llegar a Gran Canaria, ¿qué es lo que hacen entonces?
- ¿Se lo cuentas tú, Cris?
- Claro. Lo que hicimos entonces es lo menos dramático de todo, y no sé si es por eso que no ha aparecido mencionado en ninguna parte. Simplemente tiramos de nuestro plan B, que ya teníamos decidido de antemano, no fue ninguna improvisación.
- ¿Así que tenían un plan B?
- Así es, uno no se mete en una situación como esa sin contar con un plan B, que en este caso era bastante sencillo. El mismo viento que podía impedirnos volver a Gran Canaria nos ayudaría a llegar a Tenerife, teniendo en cuenta que el barco estaba situado prácticamente a mitad de camino entre las dos islas. Entiéndame, no es que fuéramos sobrados, no hay duda de que estábamos corriendo un riesgo, pero era un riesgo calculado y en el otro extremo de la balanza estaban las vidas de dos personas. Por definición, las misiones del S.A.R. no siempre pueden abordarse con la misma seguridad que un vuelo de pasajeros, pero tampoco nuestro entrenamiento es el mismo que el de los pilotos de aerolíneas.
- No es que fuera un vuelo cómodo –continuó Ortiz-, de noche y con esa meteorología, más la presión añadida que suponía el que uno de los rescatados, el patrón, viniera en bastante malas condiciones. Parecía a punto de sufrir un infarto, pero afortunadamente al final no pasó nada, sólo tuvieron que tratarles por hipotermia y curarles algunos cortes y contusiones.
- Ahora, tal y como me lo cuentan, casi me tengo que creer que fue fácil. Contéstenme si pueden. Cuando aterrizaron en el aeropuerto Reina Sofía de Tenerife, ¿cuánto tiempo podrían haber seguido volando con el combustible que les quedaba?
Los dos pilotos cruzaron una mirada. Ortiz se encogió de hombros.
- Unos 15 minutos, quizá 20 –dijo Rodríguez.
El periodista permaneció en silencio unos instantes, como evaluando lo que acababa de oír y la naturalidad con la que la teniente Rodríguez lo había dicho. Se le vino a la cabeza la expresión “hechos de otra pasta”. Pocas veces estaría mejor aplicada.
- Antes de volverme a Madrid voy a entrevistar a varios de los tripulantes del San Nicolás, seguramente sean ellos los más indicados para poner su trabajo en perspectiva,  pero en lo que a mí respecta se merecen ustedes esa condecoración que dicen que van a otorgarles y un saco lleno con más.
- No estábamos solos –respondió Ortiz aparentemente incómodo.- Estaba el patrullero de la Armada, todo el personal del Centro de Control, las asistencias en tierra...
- Pero eran ustedes cuatro los que se estaban jugando la vida. Cuatro para salvar a dos.
- Es que no es una cuestión de aritmética, no seríamos personas si nos limitásemos a los números. ¿Ha leído usted a Antoine de Saint-Exupèry?
- ¿El del Principito?
- Ese mismo. Él también era aviador y a lo largo de su carrera participó en muchos rescates, sabía muy bien de lo que estamos hablando, y en uno de sus libros lo explicó estupendamente. Decía algo así: “lo que hace grande a mi civilización es que un centenar de mineros se sientan llamados a arriesgar sus vidas para salvar a un único compañero que ha quedado sepultado. Lo que rescatan, al rescatarlo a él, es a la Humanidad.”

***

De vuelta en su unidad, Salva y Cris fueron a tomar un refresco con Quique y Tomás, sus compañeros de fatiga, dispuestos a satisfacer su curiosidad en lo relativo a la entrevista.
- ¿Así que 15 o 20 minutos, mi teniente? –dijo riéndose Tomás, el mecánico-. Yo creo que no sobraba ni para 5.
- Ya, pero si ponen eso en la revista, aquí el capitán se la carga en casa cuando lo lea su mujer.
- ¿Así que era por eso? Pues muchas gracias.
- Tú también has estado fino citando a Saint-Exupèry. Que sepas que yo también lo he leído, eso viene en “Piloto de Guerra”, ¿a que sí?
- Te acabas de anotar otro punto, mi teniente. Ahora en serio, si os vieseis otra vez en Maspalomas, teniendo que decidir si salir o no a intentar el rescate, ¿volveríais a decirme que sí, sabiendo a ciencia cierta lo apurada que iba a estar la cosa?
Tomás y Quique empezaron a hablar los dos a la vez, y al darse cuenta ambos se callaron para cederse la palabra el uno al otro. Al final fue Cris la que contestó por los tres.

- Ya lo sabes, mi capitán. Hasta el infinito y más allá.