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Ella era un ángel.
Como tal, era inmortal.
No percibía el tiempo como lo hacen los seres hechos de carne y hueso, ni tampoco el espacio. Un simple movimiento de sus alas, hechas de pura energía, podían trasladarla a cualquier instante, a cualquier lugar, con tan sólo proponérselo. Observaba, con ojos que no eran como los nuestros, el ir y venir de las personas que viven su existencia en esta mota de polvo a la que llamamos Tierra. Contemplaba sus afanes, sus alegrías y sus penas, sus triunfos y sus fracasos, sus venturas y desgracias. Los escuchaba rezar a sus dioses, al sol, a la luna y a las estrellas, al propio universo, con palabras que en cada idioma significaban siempre las mismas cosas.
"Calma mi miedo, dame esperanza, salva del dolor a mis seres queridos, ayúdame a hacer realidad mis deseos."
Se movía entre ellos como si fuese un soplo de brisa, imperceptible para sus sentidos conscientes, aunque a veces, más adentro, los más sensibles la presintieran.
Y de vez en cuando elegía a uno de ellos.
No tenía nada que ver con su voluntad, simplemente sucedía. Por alguna razón, insospechada incluso para ella, alguno de aquellos humanos llamaba su atención desde el mismo instante de su nacimiento y se decidía a acompañarlo. A su manera, velaba por él o por ella, se preocupaba por aquello que a ellos les preocupaba y trataba de evitarles aquellos males que estuviera a su alcance sortear para ellos, hasta llegar a ese último percance del que ni siquiera un ángel podía llegar a librarles: la muerte.
Ella no llevaba la cuenta, no mantenía en registro alguno memoria de sus vidas, en cierto modo eran todos iguales dada la brevedad de sus existencias, nada hacía a uno más especial que al resto, aunque a algunos llegase a tomarles un, para ella, fugaz cariño...
Hasta que lo encontró a él.
¿Qué tenía ese niño de diferente, por qué su corazón sobrenatural se enterneció tanto al ver su primera sonrisa, al observarlo dar sus primeros pasos, al escuchar sus primeras palabras y sentirlo por primera vez enamorarse? El ángel no podía explicarlo y en realidad jamás intentó hacerlo, sencillamente se dejó llevar a su lado, lo inspiró siempre que pudo, susurrándole en su imaginación y en sus sueños más profundos, trató de mantenerlo a salvo y muy de cuando en cuando se atrevió a sugerirle que no tomara tal o cual camino, con tal de ahorrarle algún mal sólo por ella presentido. Llegó a conocerlo como jamás había conocido a mortal alguno, le perdonó sus defectos, no se dejó confundir por ninguno de sus errores, consiguió ser feliz cuando él lo era y llegó a desear saber llorar cuando alguna vez él se sintió desgraciado. No pudo evitarle todas sus penas, pero sí consolarlo sutilmente por cada una de ellas, hasta aquel día en el que lo vio derramar lágrimas amargas a causa de un amor perdido.
Ese día, algo dentro del ángel se rompió.
“¡No sufras por ella!” quiso gritarle, pero, aunque lo intentara, él no podría escucharla, no con sus oídos terrenales. “¡Tú vales mucho más que eso!”, insistía. “¡Esa mujer no supo ver en ti lo que yo veo, no alcanzó a entenderte como yo te entiendo! ¡Jamás te deseó como yo te deseo, nunca te quiso como yo te quiero!”
No sabía cómo había sucedido, cómo era posible que ella sintiese aquello que sólo los humanos sentían, que su ser entero se confundiera en un anhelo imposible para los de su especie, que quisiera tanto y con tantísima fuerza aquello que su naturaleza misma le negaba.
El ángel miró a su alrededor con sus ojos inmateriales y buscó entre la urdimbre del tiempo, entre los infinitos hilos correspondientes a existencias incontables, cuyas trayectorias tejían la colcha en la que se mezclaban presente, pasado y futuro, y al cabo de lo que podría haber sido una eternidad o quizá tan sólo un instante, según quién y cómo lo midiera, encontró la trama que buscaba, una estela desocupada, el rastro invisible de una persona que podría haber venido al mundo pero no lo había hecho, una vida que nunca había tenido lugar pero, que de haberse producido, se habría cruzado con la de aquel hombre al que de tal forma amaba, y lo habría hecho apenas unas pocas semanas después de que a él se le hubiesen secado aquellas lágrimas.
El ángel batió por última vez sus alas y se trasladó al lugar y momento precisos en el que aquel ser que no había existido podría haber sido concebido, y concentró toda su esencia en una semilla que no iba ser fecundada... y que sin embargo lo fue. Al hacerlo, se perdió a sí misma para siempre con tal de poder nacer de nuevo, esta vez como una mujer mortal, destinada a morir algún día, pero no sin antes haber vivido.
Vino al mundo como lo hacen todos los humanos, aunque de ella dijo la matrona que apenas había llorado. Creció y aprendió como cualquier otra niña, conoció la risa y también la pena, padeció el dolor que producen unas rodillas desolladas al caerse jugando y también el placer inenarrable de saborear una onza de chocolate, o varias, porque resultó ser muy golosa. Descubrió el cariño de sus padres, el de su hermana mayor, y más tarde otros tipos diferentes de amor. Deambuló entre sus años, uno tras otro, como lo hacen todas las personas, acertando muchas veces y equivocándose algunas otras, y la mayor parte del tiempo fue razonablemente feliz. Supo lo que se siente al ser madre y entonces comprobó, en el centro mismo de su alma, lo que significa el miedo, porque aquella criatura engendrada entre sus entrañas significó para ella más que ninguna otra cosa sobre la faz de la Tierra, ese afecto tan enorme y tan profundo que se llega a tener por un hijo, y que no puede alcanzar a imaginar nadie que a su vez no lo haya sentido. Tuvo sus días malos y también tuvo otros muchos buenos, sus momentos de felicidad y de gloria, y también de angustia y de terrible pérdida, y a medida que fue madurando alcanzó la paz relativa de aquellos que se sienten suficientemente satisfechos consigo mismos, con la vida que han construido y los seres con los que la comparten.
Sin embargo, algunas veces, sobre todo algunas noches, no podía evitar preguntarse si acaso no habría algo más, si eso era ya todo. No fue una necesidad consciente, ni siquiera un deseo, hasta el instante mismo en el que ese hilo vital que como ángel había poseído alcanzó el punto exacto en el tiempo y el lugar preciso en el que había de cruzarse con aquel hombre al que había velado y del que, de forma incomprensible, se había enamorado.
Desde la primera mirada, entre sorprendida y embelesada, desde la primera sonrisa, tan tímida como esperanzada, desde las primeras palabras con prudencia intercambiadas, una pasión insospechada creció entre aquellos dos corazones. Era como un fuego que no consumía, sino que daba vida, uno que hizo arder sus almas como una sola, y de repente todo, absolutamente todo cuanto habían vivido cada uno de ellos por separado, hasta llegar a esa ocasión única que, sin que ellos pudieran adivinarlo, era cualquier cosa menos fortuita, todo, todo ello cobró sentido, y hasta el suceso más trivial de sus respectivos pasados resultó ser una más entre la miguitas que señalaban el camino que había de llevarles a estar el uno frente al otro. Jamás podría sospechar él el enorme sacrificio que había hecho su amada para que
pudieran llegar a estar juntos un día. Y ella, que por no poder recordarlo también lo ignoraba, agradecía a su suerte el haberla llevado hasta él, que de ese modo la miraba, sin poder concebir siquiera la idea de que la suerte no había tenido nada que ver, sino tan sólo ella.
Lo que fue después de ese amor es historia aparte, un relato para otro cuento, para otra noche desvelada. Simplemente añadir que, en alguna ocasión, entre juegos, caricias y canciones susurradas al oído, él le preguntó a ella si acaso, antes de ser mujer, no habría sido quizás un ángel, porque no se explicaba cómo podía existir persona tan bella por dentro y por fuera como ella lo era.
Y ella, sonriendo entre halagada y complacida, le siguió el juego y le contestó que quizá sí, que quizá así fuera... Que quizá lo era.

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